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Argentina, ante el desafío de desmontar el kirchnerismo
La victoria de Mauricio Macri en las elecciones argentinas supone, además de un relevo en la Casa Rosada, un giro político desde que en mayo de 2003 Ernesto Kirchner llegara al poder y su esposa, Cristina Fernández, le sucediera en 2007, acuñando una forma de peronismo denominada kirchnerismo, como es propio de la pareja que ha acumulado un inmenso poder sin renunciar al personalismo más zafio. Macri deja atrás 26 años de gobiernos peronistas –salvo el lamentable periodo de Fernando de la Rúa, quien puso en marcha el corralito–, aunque no del todo: no tiene la mayoría parlamentaria y, de las 26 provincias, sólo dos gobernadores son de Cambiemos, la coalición con la que ha competido en estas elecciones. Por lo tanto, es previsible que la sucesión no sea fácil. El Justicialismo es una estructura diseminada por todos los niveles de la sociedad, que ha permeabilizado a todos los estamentos y que, aunque dividido en diferentes familias, no está dispuesto a dejar el poder. Prueba de ello es que las elecciones han sido muy reñidas y el candidato oficialista, Daniel Scioli, ha quedado a tres puntos de diferencia, tras celebrarse por primera vez un «balotaje», que es como se denomina en Argentina la segunda vuelta electoral. Sin embargo, la victoria de Macri tiene un mérito especial porque ha conseguido arrebatar la presidencia a un verdadero clan político que ha ejercido el poder desde el más descarado de los nepotismos y haciendo entrega de empresas públicas e instituciones del Estado a grupos afines al kirchnerismo. Macri supo capitalizar, con un estilo más moderno y liberal, el hartazgo de esta forma de política clientelar, izquierdista y con sólidas sospechas de corrupción generalizada. La tarea que tiene por delante es inmensa, si nos guiamos por los datos económicos y sociales, pero también por la necesidad de que Argentina abandone la vía populista y actúe desde el rigor institucional y administrativo. Nada más conocer los resultados que le daban la victoria, Macri admitió que no puede hacer un diagnóstico exacto de la situación económica del país porque no existen datos fiables. Sin embargo, hay números alarmantes que están ahí: se prevé que en 2016 la inflación aumente hasta el 34,3% (la actual es del 2,8%); organismos institucionales, además de la Auditoría General de la Nación, calculan que habrá un déficit fiscal del 7% del PIB (el de 2014 fue del 2,5%); y un 21,8% de los argentinos vive en la pobreza. España, por vínculos históricos y de amistad, es en estos momentos el mayor inversor extranjero; hay medio millar de compañías españolas que están en Argentina, pero hubo un momento en que se quebró la seguridad jurídica necesaria con la nacionalización de YPF en 2012. Tengamos en cuenta que en 2005 las inversiones españolas eran de 2.169 millones y en estos momentos sólo alcanzan los 42,2 millones. El descenso fue paulatino desde la llegada de los Kirchner al poder. Macri quiere ahora recuperar ese capital internacional y conseguir superar a economías más pequeñas, como Colombia y Chile. La llegada a la Casa Rosada de un político de centro derecha, contrario al intervencionismo económico y defensor del rigor presupuestario, es un reto en un momento en que se abren nuevas expectativas para los inversores. Está en manos de Macri romper con la nefasta alianza bolivariana en la que participó Cristina Fernández de Kirchner, propiciando compañeros de viaje muy alejados de los principios democráticos.
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