El desafío independentista
Bélgica puede dar pocas lecciones
El hecho de que la Fiscalía belga haya solicitado información a la Audiencia Nacional sobre la situación de las cárceles españolas y el tipo de Tribunal que podría juzgar al ex presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, y a sus cuatro ex consejeros fugados con él, debe tomarse con la suficiente alarma, por cuanto confirma el doble rasero que la experiencia europea atribuye a la Justicia de Bélgica, muy dada a imponer estándares de «excelencia democrática» que sus propias instituciones están muy lejos de cumplir. Si ya es grave el espectáculo de unos fugitivos, acusados de graves delitos contra la soberanía de un país socio en la Unión Europea y aliado en la OTAN, convertidos en estrellas mediáticas e incursos en una inequívoca reiteración delictiva, más aún lo es que las autoridades judiciales belgas contribuyan a extender el mismo discurso falsario sobre la democracia española del que se ha servido la propaganda separatista catalana. Ofende especialmente la suspicacia hacia el sistema penitenciario español por parte de una fiscalía, la belga, que tolera la existencia en su país de una increíble alta tasa de presos preventivos –el 31,2 por ciento–, que es el síntoma más evidente del mal funcionamiento de un sistema judicial. El porcentaje de preventivos en España es del 12,4, por si le sirve a la Fiscalía belga como orientación. Ofende, además, por lo que tiene de duda sobre la calidad y profesionalidad de nuestros funcionarios de prisiones, que con mayor carga de trabajo que los belgas, mantienen la convivencia interna de los establecimientos dentro de los parámetros más exigentes. No sólo, como reconoce el Observatorio Internacional de Prisiones, los centros españoles están considerados por las organizaciones de Derechos Humanos por encima de la media europea en higiene, asistencia sanitaria y seguridad de los propios internos, sino que en indicadores tan sensibles como los suicidios, –que debería ser una preocupación constante en los sistemas penitenciarios modernos–, España presenta una tasa de suicidios de reclusos de 5, frente a la de 8,1 de las prisiones belgas. Es más, en 2014 y en 2015 el Tribunal Europeo de Derechos Humanos dictó sendas condenas contra el Reino de Bélgica por el mal funcionamiento de su servicio penitenciario, tanto en lo que se refería a las condiciones de vida de los presos como por el deficiente acceso a la protección jurídica. Por último, Bélgica presentaba una tasa de masificación carcelaria de 133, frente a la tasa de ocupación española de 84,2. Tiene, pues, la Fiscalía belga suficiente trabajo por hacer en su propias cárceles y en su sistema de Justicia, –comenzando por cumplir una de las principales exigencias democráticas como es la de proporcionar un juicio a los inculpados–, como para ponerse exquisita con el resto de las democracias europeas. Y lo mismo reza para la otra información solicitada a la magistrada Carmen Lamela, referida al tipo de Tribunal que puede juzgar a los reclamados. Si bien existe controversia jurídica y política sobre la conveniencia de los tribunales con jurisdicción especial, caso de la Audiencia Nacional española, ello no permite poner en duda ni su legitimidad ni, sobre todo, la imparcialidad, independencia y profesiona-lidad de los jueces a la hora de aplicar los procedimientos jurídicos y las garantías procesales. Los hechos son, por lo demás, absolutamente claros y no admiten matices. Una juez de un país democrático, con un Poder Judicial independiente y unos procedimientos procesales garantistas, reclama la entrega de cinco personas acusadas de graves delitos por los medios jurídicos europeos establecidos. Es difícil explicar lo que la Justicia belga no entiende.
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