El desafío independentista
Choque entre Gobierno y Generalitat
Los partidos independentistas catalanes en el Congreso, ERC y PDeCAT, dieron su apoyo a Pedro Sánchez en la moción de censura contra Mariano Rajoy con la pretensión de que, a cambio, el nuevo presidente del Gobierno debería afrontar un diálogo donde se hablase «de todo». Ese «todo» debería incluir como condición necesaria pactar un referéndum de autodeterminación –ya sin el eufemismo maleable de «derecho a decidir»–, además de tratar sobre la situación de los dirigentes encarcelados por la declaración unilateral de independencia del 27 octubre. Se trata de dos requisitos que no son menores y que situarían al Gobierno en una posición imposible: no puede alterar el principio fundamental de la soberanía nacional. Ni debe hacerlo, ni tiene medios para cerrar un acuerdo de este calibre. Respecto a los presos, se trata de un caso sub iudice y poco puede añadir el Ejecutivo. Demasiado precipitado es hablar de indultos cuando ni siquiera han sido juzgados. Los representantes de la Generalitat en la reunión bilateral con el Gobierno que tuvo lugar ayer en Barcelona pudieron plantear esas cuestiones, ser escuchados, pero no atendidas las plegarias, o por lo menos en los términos que deseaban. ¿Pueden los representantes del Gobierno ofrecer algo? Pueden poner encima de la mesa cuestiones que tengan solución material –infraestructuras, traspasos de competencias, resolver contenciones administrativos, incluso analizar los dieciséis recursos a leyes catalanas que están en el Constitucional sin resolver...-, pero nada que modifique aspectos que vayan en contra del orden constitucional, que colmen las aspiraciones identitarias del nacionalismo y que culmine el «proceso» con éxito. En este aspecto, no hay posibilidades de negociar sobre la autodeterminación o indultos, y no hay nada como rebajar la expectativas cuando se ponen condiciones inalcanzables. Por no hacer el ridículo y no incidir aún más en la frustración a la que está condenado el independentismo. De rebajar la expectativas ya se han encargado los propios dirigentes independentistas. Pueden alardear, como así han hecho, de tener al Gobierno a sus pies, aunque lo único que tienen a su alcance es hacerlo caer, pero puede que todavía no haya llegado el momento electoralmente más favorable para el «presidente legítimo» de la Generalitat. Fue Carles Puigdemont desde Waterloo, el pasado domingo, quien advirtió a Sánchez de que su «tiempo de gracia» se estaba acabando. Eso nunca se advierte, a no ser que ya esté decidido. En la víspera de la reunión bilateral, la portavoz de la Generalitat y mano derecha del «legítimo», Elsa Artadi, habló de «pasar de las palabras a los hechos». Por su parte, Joaquim Torra se encargó de agitar la nieve de bola de cristal con una frase propia de 1714: «Felipe VI ya no es el Rey de los catalanes». Con estos ingredientes es difícil llegar a dialogar sobre algo sustancial, a no ser que las cuestiones identitarias queden aparcadas. Lo dijo Ernest Maragall, consejero de Exteriores –para remarcar la bilateralidad entre Estados– en un patética comparecencia cuando dijo que el concepto de «normalidad» que tiene la Generalitat no es el mismo que el del Gobierno. Cumplir la legalidad sólo requiere cumplirla y no hay margen para interpretaciones subjetivas –o nacionalista– de lo que es la «normalidad». Lo normal es que la Generalitat renuncie a la vía independentista y a romper la unidad territorial de España. Habrá más encuentros, pero todo indica que la agenda que se va a cumplir es la de Puigdemont: agitación de la calle el 11 de septiembre y aniversario del 1-O, subida del tono sentimental y elecciones autonómicas. Plebiscitarias o no –se puede elegir una vez conocido el resultado–, se trata de que el independentismo más radical se sitúe en el centro.
✕
Accede a tu cuenta para comentar