Editorial

Ciudadanos se pierde en su laberinto

La Razón
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Aunque conocidas desde el pasado mes de julio, la materialización de las renuncias a la militancia en Ciudadanos de Francisco de la Torre, que deja el escaño, y del eurodiputado Javier Nart, que retiene su acta en el Parlamento Europeo, han provocado un agrio cruce de acusaciones entre los dimisionarios y el líder de la formación naranja, Albert Rivera, mucho más sorprendente, y no sólo por el tono, si tenemos en cuenta que se trataba de unas actuaciones ya amortizadas, al menos, para lo que suele estilarse en el «tempo» político. Es, sin duda, la última muestra del mar de fondo que agita al partido de los Ciudadanos y un aviso de que subyacen tensiones internas que las últimas decisiones de Rivera, que ha estado un mes desaparecido de la escena pública, no han contribuido, precisamente a calmar. Entre otras cuestiones, porque la renuncia del diputado y miembro del equipo económico del partido, Francisco de la Torre, no sólo se explica en la diferencia de opiniones sobre la posición ante la investidura del presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez, sino en la incomodidad que produce a un profesional acreditado de la economía y de la hacienda pública, la deriva de Ciudadanos hacia posiciones populistas, meramente electoralistas, que repiten los mismos clichés de la peor política. Que, como denuncia De la Torre, el partido abandone los criterios de seriedad presupuestaria para abonarse a campañas de ofertas sociales sin memoria económica ni respaldo presupuestario, nos traslada al modus operandi de la izquierda más demagoga. Es cierto que en Ciudadanos, formación nacida de la frustración de un sector de la socialdemocracia ante la actitud evasiva del PSOE frente a la amenaza que suponían los nacionalismos para la unidad de la nación, han convivido dos visiones ideológicas, en muchos aspectos, de difícil conciliación, lo que explica, en último término, la salida del partido de acusadas personalidades como Xavier Pericay o Francesc de Carreras, pero, también, que la propia praxis interna ha vivido una transformación, tal vez inevitable, que ha hecho que muchos militantes y simpatizantes ya no se reconozcan en Ciudadanos. Y sin negar legitimidad política a una estrategia que se impulsaba desde una realidad incuestionable, como es que el factor de crecimiento electoral se encontraba en el ámbito electoral de la derecha, entre antiguos votantes del Partido Popular, es preciso señalar el riesgo de una apuesta que pretendía la sustitución del liderazgo del centro derecha, pero sin otras aportaciones que la personificación del líder y el uso como munición de los casos de corrupción populares. Porque, a la postre, hemos asistido a un proceso de normalización partidista, con una dirección hecha a imagen y semejanza de Albert Rivera, con un Comité Ejecutivo y una Comisión Permanente conformada a partir de la fidelidad al jefe y de las que, en consecuencia, han desaparecido cualquier asomo de disidencia. Con un problema añadido, que Albert Rivera no ha sido capaz de trasladar a la opinión pública las razones de sus dos decisiones de fondo más importantes: el «premio» a Inés Arrimadas tras su fracaso como líder política en Cataluña y el rechazo frontal, sin paliativos ni explicaciones, más allá del juicio de intenciones, a negociar con el PSOE la posibilidad de una investidura de Pedro Sánchez, que desde la actual posición de fuerza parlamentaria de Ciudadanos, podía garantizar la estabilidad política de España y, sobre todo, reconducir la prodigalidad fiscal y presupuestaria del líder socialista. Dos actuaciones, insistimos, que no sólo están en el origen de la crisis interna de Cs, sino en la pérdida de confianza, las proyecciones electorales así lo revelan, de una parte de sus votantes que, simplemente, no entienden lo que pasa.