Elecciones generales
El candidato desnudo
Pedro Sánchez no salió elegido presidente del Gobierno. Tal y como estaba previsto, no sumó los votos necesarios (176): se quedó en 140 más una abstención. Si no consigue sumar más escaños a su «gobierno del cambio», tampoco saldrá en la segunda sesión, que se celebrará mañana. Pero no adelantemos acontecimientos. El candidato socialista defendió en su discurso de investidura del martes un pacto con Ciudadanos que, entre un programa de doscientas reformas, partía de la necesidad de desbancar a Mariano Rajoy de La Moncloa. Bajo su punto de vista, eso es lo que han pedido los españoles, aunque luego no coincida con los resultados electorales. El todavía presidente del Gobierno realizó la pregunta clave, la más sencilla, la única para la que Sánchez no tuvo respuesta: si de verdad hay una voluntad inequívoca de forjar un «gobierno del cambio», ¿por qué el PSOE no ganó las elecciones? Pueden sumarse mayorías ficticias, arrogarse triunfos simbólicos –en indemostrable sintonía con «la gente» y «la calle»– y meter en el mismo saco a todos los que ayer pidieron la marcha de Rajoy –de Podemos a Ciudadanos, de ERC a Bildu, de Compromís a IU y, por supuesto, los socialistas–, pero este cúmulo de grupo no ha sido capaz de llegar a acuerdos entre ellos, ni mucho menos, de elaborar una propuesta de gobierno. Rajoy insistió en un hecho evidente: si Sánchez no tiene mayoría suficiente, «es que se trata de una candidatura ficticia, irreal». El candidato no cuenta con votos suficientes, él lo sabe, su socio Albert Rivera, también; sin embargo, insiste en mantener sus posibilidades esperando sumar partidos heterogéneos –constitucionalistas y abiertamente antisistema– con el único objetivo de sobrevivir políticamente como líder socialista. La perspectiva de nuevas elecciones fue ayer más evidente que nunca. El PSOE tomó posiciones y eligió a su adversario directo que, curiosamente, estaba llamado a ser su aliado, Podemos, suponemos que para neutralizarlo. Fue el estreno de Pablo Iglesias en la tribuna de oradores y, como era de esperar, no dejó indiferente a nadie. Sólo por los calificativos y el tono empleados quedó claro que es cada vez más difícil alcanzar la mayoría de izquierdas con la que soñaba Sánchez y a la que aspira el partido morado. El debate demostró que en estos momentos hay una verdadera batalla por la hegemonía dentro de la izquierda y que Podemos quiere acabar desbancando al PSOE en las próximas elecciones generales si se celebran anticipadamente el 26 de junio. Iglesias está en su derecho a hacer valer sus más de cinco millones de votos –a poco más de trescientos mil de los socialistas– y no convertirse en una comparsa de Sánchez pero, en nombre de la convivencia civil y la tolerancia en el propio Congreso, debería evitar referencias a episodios tan duros y desdichados como la «cal viva» de los GAL para criticar al ex presidente Felipe González. Insistió en estas maneras trasnochadas propias de regímenes antidemocráticos al utilizar como ataque al adversario nada más y nada menos que el Komsomol (las juventudes comunistas de la URSS) o tildarle de «oficial de escuadra de la guerra civil». La sociedad española tiene superada esa jerga y si realmente Podemos aspira a convertirse en la primera fuerza de izquierda, incluso formar parte de un gobierno, debería adoptar posiciones más homologables con las democracias parlamentarias, si es que sabe. En definitiva, Pedro Sánchez ha realizado todas las combinaciones posibles para alcanzar el mayor número de apoyos pero, como estaba previsto, no lo ha conseguido. Mañana tiene la segunda posibilidad, aunque todo indica que será el final de la comedia.
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