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El ciberterrorismo ya está aquí
Cuando en 2007 se dio a conocer Wikileaks todo quedó como si fuese un capítulo de una novela que mezclaba ciencia-ficción con las aventuras de una organización justiciera que quería desenmascarar las redes ocultas del poder global. Digamos que esta serie de televisión tenía mucho futuro por delante, porque nunca se consideró que robar archivos informáticos, aunque sean de tus enemigos, sea un delito. Y un delito, además, que puede ir contra la seguridad de todos, es decir, contra la democracia. El líder de Wikileaks, Julian Assange, es hoy un héroe que se vanagloria de haber «hackeado» 700.000 archivos confidenciales que puso en jaque al gobierno de EE UU, con algunas de sus acciones más duras en los frentes de guerras, en Irak y Afganistán, además de 250.000 cables diplomáticos. Sobra decir que esa información fue codiciada por los servicios secretos con un uso del que nada bueno se puede esperar. Empezaba así una nueva guerra que, aunque desarrollada anteriormente, encontró en ese momento su peor aliado, también el más frágil e ingenuo: aquellos que creen los ciberataques se producen contra el poder y en defensa de alguna causa justa. Nada más lejos. El director del CNI, el general Félix Sanz Roldán, expuso en LA RAZÓN el pasado mes de enero los dos motivos por los que un Estado puede atacar a otro en sus sistemas informáticos: el dirigido al robo de conocimiento avanzado y técnico y el que quiere provocar la inestabilidad. Prepararse para esta nueva guerra es un reto estratégico de máxima urgencia, como deja claro el hecho de que en 2016 en España se produjeron 105.000 ciberataques, el doble que el año anterior. Un sistema de defensa tan sofisticado por el de la OTAN recibe 500 ciberataques al mes. El «virus malicioso» (denominado «malware») que se introdujo ayer en la red informática de Telefónica disparó todas las alertas y, aunque no afectó a la prestación de servicios y a usuarios de internet y de telefonía fija y móvil –con 15 millones de clientes– y no compromete la seguridad y la fuga de datos, evidenció la vulnerabilidad de los sistemas que están expuestos a este tipo de agresiones. El primer objetivo de estos ciberterroristas se cumplió. De manera inmediata, las grandes empresas españolas activaron sus sistemas de seguridad y, aunque es pronto para valorar el ataque, el hecho de que ayer también el Servicio Nacional de Salud de Reino Unidos hubiese sido afectado y bloqueados los ordenadores de los hospitales de toda Inglaterra o que en Portugal también se registrasen «hackeos» a importantes empresas, acabó confirmando que no era una amenaza local en España. Los especialistas hablan de un ciberataque a nivel mundial y que ha afectado, aunque en diferentes grados de gravedad, a EE UU, Canadá, Rusia, China, Italia o Taiwán. Algunos expertos hablan de 74 países afectados hasta ahora. Estamos ante un nuevo fenómeno delictivo que sabíamos que estaba en ciernes de producirse y que ahora empieza a materializarse. En las pasadas elecciones de EE UU asistimos al pirateo informático desde Rusia para interferir en la opinión pública y robar información política de primer nivel para luego difundirla. A pesar de que Obama anunciase represalias contra estas acciones ilegales, nada indica que la nueva administración investigue el robo en los ordenadores de los colaboradores más cercanos de Clinton. Un caso más reciente ha tenido lugar en las presidenciales francesas, que llevó a Macron a denunciar un «pirateo masivo» contra su campaña, publicando documentación de su partido y, lo que todavía es más abominable, otra falsa. Esta es la nueva ética política, que empezó rechazando que la verdad tuviese algún valor moral –su peso se mide en su eficacia para atacar al adversario– y ahora legitima el robo y sabotaje. La guerra del futuro ya está aquí.
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