Cataluña
El espíritu de la DUI nos amenaza
Hace hoy un año, el entonces presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, decidió llevar el movimiento insurreccional hasta un punto de no retorno con su decisión de que la mayoría independentista aprobara la declaración unilateral de independencia (DUI) en un Parlament semivacío –se ausentaron los diputados de Ciudadanos, PSC y PP– que proclamaba en su preámbulo que Cataluña se convertía en «un Estado independiente en forma de república». El ahora prófugo de la Justicia española pudo haber evitado la debacle social, institucional y económica en la que se ha sumido el Principado desde entonces con un adelanto de las elecciones, pero decidió echarse al monte por intereses particulares y sin miramiento alguno por el bienestar de los ciudadanos. Después de la DUI llegó la aplicación del 155, la fuga del propio Puigdemont y de algunos de sus consejeros, el procesamiento y la prisión para buena parte de los líderes secesionistas y una agudización de la fractura social en Cataluña acompañada de un deterioro de las condiciones de vida y de la fuga de empresas. Las elecciones del 21 de diciembre, que debían suponer un punto y aparte hacia un retorno de la normalidad autonómica, no cambiaron la aritmética parlamentaria previa y con ello el independentismo se reencontró con un instrumento esencial para sus planes: el poder. Un año después de la DUI, la situación en Cataluña se mantiene como la amenaza más grave para la democracia. El desafío de la bicefalia Puigdemont y Torra se ha redoblado pese a que también el separatismo ha sufrido el desgaste de una gestión nefasta y mendaz del anhelo de una parte minoritaria de la sociedad catalana, que instrumentalizó con desvergüenza suicida. Hoy, ese bloque político formado por el PDeCAT, ERC, la Crida, la ANC y Omnium no es capaz de mantener apariencia de unidad y sus desavenencias prueban su debilidad. Pese a todo, conviene no engañarse y pensar que el pulso ha entrado en un proceso decadente. No es así. El separatismo mantiene un discurso agresivo e intimidador, con toda clase de gestos hostiles hacia la Corona, España y sus gentes, empeñados en una campaña de intoxicación y de descrédito del Estado de Derecho dentro y fuera de nuestras fronteras. Con todo, y pese a las amenazas arrabaleras de Torra y su compromiso de que se enfrentarán a las «sentencias» del procés con determinación y fuerza en las calles, lo más inquietante, lo que ha disparado la preocupación, es que el Gobierno de la Nación esté hoy en manos de un PSOE con 85 escaños que debe su estabilidad y su futuro a los grupos autores de la DUI. Y este sí es un cambio trascendente respecto de hace un año. El separatismo es hoy un activo para el Ejecutivo de Pedro Sánchez y esa influencia ha disparado su peligrosidad y los riesgos para el país. En La Moncloa se ha pasado del Ejecutivo del 155 a otro que no comparte la prisión provisional de los políticos presos ni la acusación de rebelión –como si fuera parte en el proceso–, alimenta una dinámica de presión e injerencia sobre los magistrados del Tribunal Supremo y se muestra pasivo y complaciente cuando no dócil con todos los improperios y despropósitos que parten de la administración independentista. Afortunadamente, hay un juicio oral ya abierto y un tribunal de jueces de la máxima competencia y experiencia que garantiza un proceso ejemplar que depurará las conductas de aquellas jornadas de septiembre y octubre. Conviene no olvidar que entonces se atacó desde las instituciones catalanas al Estado de Derecho en su conjunto con desobediencia expresa de la Ley y con manifiesta deslealtad hacia el ordenamiento del que emanaba su autoridad y legitimidad y hacia los ciudadanos de Cataluña y del resto de España. Ese ataque sin precedentes a la democracia, que simbolizó la DUI, no puede quedar impune.
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