Buenos Aires
El mejor espectáculo del mundo
La próxima final lisboeta de la Liga de Campeones, que será vista por más de cien millones de espectadores en los cinco continentes, es una muestra más de la potencia alcanzada por España en un deporte que se ha convertido en el fenómeno mundial por antonomasia y que proyecta al exterior la imagen de un país como pocas otras actividades humanas consiguen hacerlo. No en vano, el fútbol es, también, espejo, insobornable de las virtudes y los defectos de una sociedad. Nada hay más diáfano para calibrar el nivel de desarrollo cultural y social de una nación que el comportamiento de los aficionados en sus estadios. Y, en este aspecto, podemos decir con orgullo que los españoles somos ejemplo de deportividad y convivencia, por más que algunos individuos actúen en ocasiones como la excepción que confirma la regla. Buena parte del mérito corresponde a los propios clubes deportivos que, con un gran sentido de la responsabilidad, han sabido construir a lo largo de las décadas unas instituciones prestigiosas, solventes en su gran mayoría, imbricadas en el cuerpo social y refractarias a los peores defectos de un espectáculo de masas que agita pasiones, crea ilusión colectiva y trasciende ideologías y clases sociales. Sí, un cóctel potencialmente explosivo si se quiere, de difícil manejo, pero de cuyo éxito se beneficia extraordinariamente toda la sociedad. Porque más allá de ser esa fábrica de sueños que borra fronteras, razas y creencias, el fútbol es uno de los grandes catalizadores de la actividad económica que, sólo en el caso español, supone un 1,7% del PIB y crea más de 60.000 empleos directos. Mucho más difícil es transformar en números esa proyección internacional a la que nos referíamos al principio. Pero es indiscutible que la imagen de España se agranda o se refuerza allí donde ya era conocida; se hace accesible y suscita curiosidad y simpatía en el resto del planeta. Si nuestros principales equipos son capaces en las grandes ocasiones de paralizar las calles de ciudades tan distantes y distintas como Buenos Aires, El Cairo o Tokio; si millones de adolescentes de todo el mundo siguen con pasión las andanzas de estrellas como Cristiano Ronaldo y Messi; si el furor por sus héroes ha convertido camisetas y chándals en indumentaria habitual, no es menor la influencia de la Selección Nacional que, tras vivir esta década de esplendor, con dos campeonatos de Europa y un Mundial consecutivos, ha llenado de banderas españolas, de rostros pintados con los colores rojo y gualda, los estadios más exóticos. Sí, el fútbol es mucho más que un deporte de equipo, que una escuela de jóvenes sanos y con compromiso. Es parte sustancial de la vida cotidiana de esta nación. Y sus directos responsables están obligados a cuidarlo para que, además de una actividad rentable, sea un modelo de ejemplaridad.
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