El desafío independentista
El «proceso» no se puede pagar con el dinero de todos los españoles
Desde que el «proceso» independentista se puso en marcha en 2012 , el soberanismo ha tejido una tupida red que ha hecho imposible disentir del pensamiento único nacionalista y que ha arrinconado a la oposición. La realidad mostraba a un movimiento que podía actuar con absoluta impunidad, con control de todos los resortes de poder en Cataluña –político, social, cultural, deportivo y con muchas complicidades de una parte del empresariado– y sin necesidad de dar cuenta de sus gastos. Lo más llamativo del «proceso» es que se estuviese costeando a cargo de los presupuestos del Estado la destrucción de ese propio Estado. Este hecho convertía el plan soberanista en algo más que un disparate político: un ejemplo de deslealtad al que había que poner límite. El acuerdo alcanzado ayer por la Comisión delegada para Asuntos Económicos, presidida por Mariano Rajoy, de imponer un control sobre los gastos de la Generalitat y que no se desvíen fondos para el referéndum era una medida necesaria. En concreto, para que las partidas procedentes del Fondo de Liquidez Autonómica (FLA) no se utilicen para financiar la consulta ilegal del 1-O. Desde que se creó el FLA
–con el objetivo de que las comunidades pudiesen financiarse sin recurrir a los mercados– en 2012, Cataluña ha recibido 63.000 millones –más una partida prevista para este año de 3.600 millones-, fundamentales para mantener los servicios públicos básicos. Su dependencia del Estado es absoluta, dado, además, que su financiación en el mercado financiero internacional es imposible por su consideración de «bono basura», lo que le obliga necesariamente a buscar liquidez en el FLA. Existen mecanismos de control sobre estos fondos, sobre todo a raíz de que la Generalitat anunciase la puesta en marcha de las «estructuras de Estado», con la construcción de una Hacienda catalana y Agencia de Seguridad Social propias, pero el Gobierno ha propuesto ahora que dicha supervisión sea semanal y más estricta sobre consejerías y organismos públicos. Parece lógico que se ponga en marcha un sistema que fiscalice los gastos de la Generalitat, teniendo en cuenta que ésta ha decidido incumplir, de nuevo, la resolución del Tribunal Constitucional del pasado 5 de julio en la que declaró inconstitucional las partidas de los presupuestos catalanes destinados a sufragar el referéndum. La medida del Gobierno es coherente y proporcionada y esperemos que los dirigentes del «proceso», Puigdemont, Junqueras y quien pueda estar en la sombra, mediten sobre las consecuencias de su deriva irresponsable. Si ha sido obligación del Gobierno de Rajoy financiar a Cataluña para mantener los servicios, como no puede ser de otra manera, esta medida de control no puede interpretarse como un «castigo» a los catalanes. Los servicios están asegurados, pero la Generalitat está obligada a cumplir y, si se comprueba que hay partidas que se han destinado al referéndum (como ha ocurrido al detectarse el desvió de más de 6.000 euros), retener estos fondos. Es una medida necesaria y que una parte de la opinión pública catalana demandaba con sonrojo. Sobre el dislate jurídico que vive Cataluña ya han llamado la atención el propio Consejo de Garantías Estatutarias y el letrado mayor del Parlament. La actitud de los independentistas jactándose del incumplimiento de las leyes está pasando factura, como demuestra el barómetro del Centro de Estudios de Opinión, ensanchándose la distancia entre los contrarios a la independencia (49,4%) y los favorables (41%).
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