Pensiones
Hay que fortalecer el Pacto de Toledo
La Comisión del Pacto de Toledo ha cerrado un preacuerdo para que las pensiones vuelvan a revalorizarse conforme al IPC, y sin supeditar esta subida a ningún otro parámetro. Esta recomendación, que ya se contemplaba en el acuerdo de 2011, será una de las medidas del plan para garantizar la sostenibilidad y suficiencia del Sistema de la Seguridad Social, que se debatirán y, en su caso, se aprobarán en el Pleno del Congreso, y que tendrán que ser tenidas en cuenta por el Gobierno en la legislación sobre pensiones. Estamos, pues, ante un primer paso en un asunto de Estado fundamental, como es garantizar la viabilidad del sistema para las próximas generaciones, y hay que felicitarse por ello. Sin embargo, los problemas que acucian a la Seguridad Social, con un déficit calculado para este año de 19.000 millones de euros, no van a solucionarse desde el voluntarismo político ni las declaraciones de intenciones. Cada punto de IPC supone un incremento de 1.287 millones de euros, lo que en un escenario, más que probable, de alta inflación puede hacer inviable el sostenimiento del sistema. Ayer mismo, el secretario de Estado de la Seguridad Social, Octavio Granados, advertía de que la indexación al IPC «tiene efectos perversos» y ponía en duda que nuestro modelo de pensiones pudiera mantenerse más allá de una década. En cualquier caso, el preacuerdo del Pacto de Toledo no afecta a las cuentas de este año, puesto que la subida indexada al 1,6 por ciento se encuentra incluida en los Presupuestos Generales de 2018, ni probablemente a las de 2019, año en el que se calcula que la inflación estará alrededor del 1,8 por ciento, con lo que las distintas fuerzas políticas tienen tiempo de sobra, con independencia de la peripecia que viva la actual legislatura, para concluir un pacto lo suficientemente sólido y consistente como para que la simple coyuntura económica no determine dramáticamente las decisiones del Gobierno. Para ello, y como cuestión previa, es preciso alejarse de dogmas ideológicos y tentaciones demagógicas que nada pueden frente a la tozuda realidad. El hecho es que España, dada su actual pirámide de población y el aumento sostenido de la esperanza de vida de sus ciudadanos –la segunda mayor del mundo, lo que es un logro extraordinario del que sentirse orgullosos como sociedad– va a tener que dedicar cada vez más fondos públicos para mantener las pensiones, cuyo gasto se calcula en 129.000 millones de euros para este año, pero también para la Sanidad y los servicios sociales, que, como es lógico, serán más necesarios cuanto menor sea el poder adquisitivo de los pensionistas. Es decir, que una política que sólo tienda a equilibrar los ingresos y gastos del sistema de la Seguridad Social, renunciando a mejorar el nivel de vida de los jubilados, está condenada a gastar más en los capítulos presupuestarios antes citados. De la misma manera, es imposible seguir engordando el déficit del sistema sin solución de continuidad, so pena de cargar sobre las generaciones siguientes las consecuencias de la inevitable quiebra. No es, como parece evidente, un problema fácil ni admite soluciones mágicas, pero si, al menos, se consiguiera que las pensiones dejaran de utilizarse como arma arrojadiza en la lucha partidista o como señuelo electoral, una parte del camino podría darse por cubierta. De ahí que haya que encarecer a nuestros parlamentarios la mayor disposición al acuerdo en las etapas negociadoras que quedan, como que actúen con los pies bien afirmados en el terreno. Las pensiones van a depender, fundamentalmente, de la capacidad de la sociedad española para generar más puestos de trabajo y mejores niveles salariales, pero, también, de una reforma de la Seguridad Social valiente, que no cargue sobre las cotizaciones otras prestaciones de carácter asistencial.
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