Irak
Ni olvido ni cesión
Diez años después del terrible atentado del 11 de marzo de 2004, aquel país conmocionado, sumido en el desconcierto de un ataque brutal e injustificable, ha superado el trauma y ha recuperado algunas certezas. La principal, sin duda, que ninguna sociedad democrática digna de tal nombre puede tolerar que el terrorismo marque su destino en lo más mínimo. Que ante el terror y la violencia asesina no caben cesiones y que es imposible tasar el precio de la libertad. Si ETA ha sido derrotada hasta sus últimas consecuencias es, también, porque aquel zarpazo del 11-M sobre el alma viva de los españoles nos hizo más fuertes y marcó la línea que jamás debía ser traspasada, la de la unidad frente al partidismo político. Aún hoy, en el recuerdo de muchos ciudadanos, persisten las imágenes vergonzosas de cómo algunos políticos sin escrúpulos buscaron manipular el dolor de todos para sus propios fines. De cómo, en la vorágine del duelo electoral a punto de culminar, se lanzaron acusaciones innobles contra el Gobierno de José María Aznar, transfiriendo responsabilidades que sólo correspondían a unos asesinos desalmados. De cómo se obviaron intencionadamente las dudas legítimas sobre la autoría de los atentados para utilizarlas como arma arrojadiza contra el adversario político. Mucha parte de ese ejercicio reprobable recae en los responsables del PSOE que azuzaron en las redes sociales los asaltos y bloqueos a las sedes del Partido Popular. Todavía no han pedido perdón por su comportamiento que, como un bumerán, se volvió contra ellos mismos en las decenas de teorías conspiratorias que surgieron durante la larga instrucción del sumario, algunas de las cuales aún perviven en el imaginario colectivo de una parte de la población.
Diez años después, sin embargo, la mayoría de las incógnitas han sido desveladas. Sabemos que la intervención española en la guerra de Irak no estuvo en el origen del atentado, puesto que se planeó antes de que ésta se concretara. Que tampoco se pretendía alterar el proceso electoral, puesto que la fecha del 11-M de 2014 había sido fijada por los terroristas antes de que se convocaran las elecciones. Conocemos que la banda terrorista etarra no estuvo implicada o, cuando menos, no ha surgido en estos diez años un solo indicio verosímil de que así fuera, aunque en la confusión de los primeros momentos, con la experiencia de un reciente atentado fallido de ETA contra un tren en la estación de Chamartín, no pudiera descartarse ninguna hipótesis. Sabemos que fue un ataque ciego del terrorismo islamista, como tantos otros que ha habido antes y después. La Justicia aclaró hasta donde humanamente pudo quiénes fueron los autores, cuáles las complicidades y qué medios se usaron. Faltan, ciertamente, algunas respuestas de difícil solución, como la de si, realmente, hubo un autor intelectual del crimen por encima de los islamistas que se suicidaron en el piso de Leganés. De momento, no se han hallado pruebas en tal sentido, aunque la investigación llevada a cabo por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, tanto en los momentos de conmoción general como en los años que siguieron, fue de una profesionalidad extraordinaria. Pero el atentado también nos reveló clamorosos fallos previos de seguridad en el control de explosivos o en la coordinación de las distintas fuerzas policiales, que fue preciso corregir. Y nos enseñó que la amenaza del integrismo islamista sería una constante en el futuro contra la que nunca se podría bajar la guardia. Que en la ensoñación de los fanáticos, los mismos que despedazan mujeres y niños en los mercados y en las escuelas del mundo árabe, España, su «Al Andalus», es un objeto de deseo permanente. Pero hace diez años, también comprobamos cómo en uno de los peores momentos de nuestra historia reciente surgió lo mejor de la sociedad española, volcada en el auxilio inmediato de las víctimas, alineándose en filas interminables para donar sangre, ofreciendo consuelo y refugio a quienes lo necesitaron. Comprobamos que nuestros sistemas de emergencia, los hospitales, los bomberos, protección civil y, por supuesto, policías, guardias civiles, médicos, enfermeros, auxiliares, formaban una herramienta perfecta, plena de coraje, entrega, profesionalidad y humanidad.
Diez años después de la terrible tragedia no hemos olvidado a las víctimas. A los 191 asesinados y a los 1.856 heridos, muchos de ellos tremendamente mutilados, la sociedad española los mantiene presentes en su memoria, como a todos los que han muerto a manos del terror, héroes en definitiva de la libertad. Y si pudo haber comportamientos poco ejemplares, reflejos sectarios de utilizar a las víctimas, fueron absolutamente minoritarios y, en ocasiones, producto igualmente del dolor. De un dolor que se atenúa, razón del tiempo, pero que nunca puede ser excusa para el olvido: ni de las víctimas ni de que la democracia jamás debe ceder ante los terroristas.
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