Tribunales
No es judicialización, sino Justicia
Lo que hemos dado en llamar el «procés» en Cataluña fue un ataque en toda regla contra la soberanía nacional y el ordenamiento constitucional, más grave, si cabe, porque vino desde las propias instituciones. Frente a ese golpe se recurrió a los mecanismos de defensa del Estado, primordialmente la acción judicial, puesto que nos hallábamos ante unas conductas delincuenciales cometidas por personas con nombres y apellidos. Es decir, que habían contraído responsabilidades individuales, aunque actuaran de consuno y bajo un plan organizado y estructurado. Se incoó, pues, una instrucción judicial, cuyo tronco principal fue encomendado al Tribunal Supremo, dada la condición de aforados de los principales investigados, luego procesados, en un procedimiento que prácticamente ha concluido y que se elevará a vista oral el próximo otoño. Ya desde el mismo inicio de las actuaciones judiciales, los responsables directos del movimiento separatista catalán y, también, sus aliados objetivos trataron de deslegitimar la acción de la Justicia, conscientes de que, de prevalecer el principio de la independencia judicial, como ha sido el caso, se cegaban las vías de componendas políticas, supeditadas a la resolución de los procedimientos incoados. Aunque no es la primera vez que personas a las que se supone con conocimientos sobre el funcionamiento de los Estados democráticos occidentales creen que es posible bloquear la acción de los tribunales a instancias del Poder Ejecutivo, en el caso de los nacionalistas catalanes el asunto ha llegado a tales términos de irrealidad, que son difícilmente compatibles con un entendimiento recto de los usos democráticos. No ha habido, por lo tanto, por más que se empeñen los separatistas, judicialización alguna del problema catalán, si no, simplemente, la consecuente persecución del delito. Ciertamente, la articulación de una mayoría parlamentaria que hiciera viable la moción de censura contra el anterior Gobierno de Mariano Rajoy, introdujo el equívoco en el análisis de la situación en Cataluña, con expresiones desafortunadas por parte del nuevo Ejecutivo, como «desjudicialización», que fueron inmediatamente aprovechadas por los separatistas para poner en duda la acción de la Justicia. Nada más incierto. Como ha demostrado la peripecia jurídica del magistrado instructor Pablo Llarena, el Gobierno de la nación ha respaldado institucionalmente al juez del Supremo, considerando, como no podía ser de otra forma, que sus actuaciones respondían en todo momento a la acción del Estado sin que se pudiera deslindar esfera particular alguna en el cumplimento de su deber. Estos es lo que cuenta frente al fraude procesal emprendido en Bélgica por el ex presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, y otros ex consejeros fugados, y no los errores y confusiones en que haya podido incurrir la ministra de Justicia, Dolores Delgado, subsanados a instancias del Consejo General del Poder Judicial. La cuestión es importante porque, con independencia de lo que acuerden los tribunales belgas, devuelve la discusión a sus justos términos. Ninguna negociación entre el Gobierno de Pedro Sánchez y los actuales representantes de la Generalitat puede condicionar las actuaciones judiciales en marcha ni las decisiones jurídicas que tomen los jueces y magistrados que entienden de los procedimientos. Sobran las exhortaciones a buscar «salidas políticas» a quienes se encuentran encausados por graves delitos de rebelión y, por supuesto, las afirmaciones interesadas de que el Gobierno puede entablar negociaciones sobre el derecho de autodeterminación. Los nacionalistas catalanes tendrá que buscar otros argumentos para justificar su apoyo parlamentario al Gobierno que preside Pedro Sánchez.
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