Iglesia Católica
Pedro Sánchez se topa con la Iglesia
Son contadas las ocasiones en las que la secretaría de Estado del Vaticano ha tenido que aclarar el contenido de una reunión con un representante de un gobierno extranjero. Lo normal, dada la dilatada experiencia de la diplomacia vaticana, es facilitar al interlocutor una puerta lo suficientemente abierta para que pueda emitir un comunicado optimista, pero que no comprometa la posición ulterior de la Iglesia. De ahí, que la nota de la secretaría del cardenal Pietro Parolin, precisando la posición eclesial, por otro lado ya reiterada, sobre el destino de los restos de Francisco Franco, una vez que éstos sean exhumados del Valle de los Caídos, tenga una cierta importancia que el Gobierno no debería dejar caer en saco roto. Más aún, si en el «paquete» de la nueva sepultura de Franco iba implícita, como parece, la advertencia de revisar los títulos de propiedad de la Iglesia española, con hincapié en la inmatriculación de la Catedral de Córdoba, obvia mezcolanza de asuntos que no ha podido pasar inadvertida al cardenal Parolin. Con todo, lo más notable, por la insólita ingenuidad del planteamiento, es la convicción que muestra el Gobierno de Pedro Sánchez de que su Ejecutivo y el Vaticano van a trabajar juntos para hallar una salida al charco en el que se ha metido el partido socialista, sin ayuda de nadie, con la pretensión de la exhumación de Francisco Franco. De hecho, comienza a ser preocupante, por lo que tiene de fuga de la realidad, la insistencia de los mensajes gubernamentales en la supuesta postura del arzobispado de Madrid, que ellos dicen que es contraria a la inhumación del dictador en la catedral de La Almudena, cuando lo que monseñor Carlos Osoro ha expresado por activa y por pasiva es que la disputa debe ser resuelta tras un acuerdo entre el Gobierno y la familia Franco, que son los últimos responsables del destino que se pretenda dar a los restos. Es evidente que el acuerdo no es fácil, aunque sólo sea porque el Gobierno planteó, con indisimulada prepotencia, a la familia del anterior jefe del Estado el hecho consumado, sin atender a que la legislación vigente y los acuerdos Iglesia–Estado protegen la sepulturas y los restos de los difuntos de actuaciones arbitrarias. Forzando mucho la ley y el sentido común, el Gobierno de Sánchez puede sacar el cadáver de Franco de su actual emplazamiento, pero sólo denunciando los tratados con la Santa Sede y modificando la legislación que atañe a la protección de los cementerios, lo que abriría la puerta a todo tipo de excesos, incluso inmobiliarios, podría torcer la voluntad de unos deudos a los que, además de los principios de un Estado de derecho que impiden legislar ad hominen, defiende la legislación canónica. Si ya de por sí era un asunto con el que nadie se sentía cómodo, que, ahora, por mor de la incapacidad del actual Gobierno para prever las consecuencias más simples de sus actos, pueda abrirse un enfrentamiento con la Iglesia, ya preocupada por la deriva anticlerical, no es algo que pueda tomarse a la ligera. Si bien la mayoría de la opinión pública asiste entre indiferente y divertida a la peripecia burlesca de una exhumación que quería ser humillante para el símbolo y que puede acabar a la mayor gloria del difunto, haría mejor el Gobierno en no complicar más las cosas. Ni siquiera electoralmente parece que Sánchez vaya a sacarle rendimiento al cadáver del dictador y se arriesga a un desliz que puede acabar en los tribunales de Justicia. Porque ya no se enfrenta a los molinos de viento de un franquismo que sólo existe en la medida de su necesidad populista, sino a los derechos de una familia a enterrar a su deudo en donde les alcance el derecho. Y ese derecho, lo sabe la Iglesia y, ahora, lo sabe también el Gobierno, pasa por una tumba en pleno centro histórico de Madrid.
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