Reforma constitucional
Política contra la corrupción
Cuando las sociedades democráticas viven una situación de crisis económica, pero también de valores, profunda, aparece la antipolítica con su seductor canto de sirenas: hay que acabar con las instituciones representativas de la democracia parlamentaria. Quienes lideran este discurso atronador que tanto atrae a radicales de todo signo dicen hacerlo desde el desprecio a los políticos y, claro está, desde el desinterés personal. Ellos sólo son intérpretes de la voluntad popular, una vieja fórmula que define lo que hoy conocemos como «populismo». El abono eficaz con el que fertiliza la antipolítica es, sin duda, la corrupción, que no sería más que la prueba de que el sistema está podrido y de que los políticos se han convertido en una casta al margen de la sociedad, dicen estos caudillos. Cuando la corrupción se generaliza y la sociedad la vive como un verdadero problema que lastra las ambiciones colectivas es precisamente porque la política ha desaparecido y ha dejado paso a lo más inmoral que puede hacer un servidor público: el enriquecimiento o la utilización de su cargo en beneficio propio. La encuesta del CIS del pasado mes de abril arrojó unos datos que nadie debería ignorar. Por primera vez, la «corrupción y el fraude» se situaban como segundo problema de los españoles (39,3 por ciento), por debajo del paro (80,7) y seguidos de «los políticos en general, los partidos y la política» (29,4). De esta manera, la política se convierte en parte del problema y no en la solución. Podemos instalarnos en el pesimismo o en el tremendismo y dejar que las nuevas formas de populismo socaven la legitimidad democrática, pero en las sociedades sólidamente constituidas sólo la política entendida como la administración de los asuntos públicos en aras del bien general puede revitalizar un ejercicio noble y altruista. Una sociedad en decadencia es la que asume con desidia y resignación la corrupción como un mal que no se puede evitar. «Todo hombre tiene su precio, lo que hace falta es saber cuál es», dijo Fouché, un profesional de la conspiración política. O la política recobra su espacio natural, o ese espacio será ocupado por populismos de nuevo cuño y viejos himnos; o por aquellos movimientos de justicia adánica que emplean técnicas de coacción antidemocráticas, como los escraches, porque creen estar asistidos por la justicia popular; o por los que creen que la «democracia verdadera» es una suerte de sociedad telemática en la que las decisiones se toman a golpe de tuit. Hay algo que olvidamos: la política la ejercen miles de ciudadanos comprometidos con la sociedad, que llevan a cabo un trabajo honrado y sacrificado. Ésa es la realidad, y ése debe ser el espíritu que se imponga ante el uso perverso de la actividad pública. Si hay política, no hay corrupción.
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