Sevilla

Premios Goya: que haya sólo cine

La fiesta del cine español se da cita hoy en Sevilla. Con los años –ya van 33– se ha hecho un hueco por méritos propios en el calendario televisivo y el entretenimiento cultural. Sobre gustos cinematográficos está casi todo escrito, pero es el espectador, con más criterio e información de lo que creen algunos faros preclaros, quien tiene la última palabra. Al final, es él quien decide si va al cine y da el visto bueno a una película. No suele fallar. El cine es –o era– el arte de las masas. Salvando alguna exquisitez que no está al alcance de cualquier humano, es el espectador quien hace que haya películas que nunca se terminen de ver del todo y se prolonguen a lo largo del tiempo. Pero de un tiempo a esta parte, los Premios Goya no se recordarán por la películas galardonadas, sino por la ceremonia y, más en concreto, por la presentadora o el presentador, o ambos a la vez. Y acercando aún más el plano: por su capacidad crítica, gracia para hacerlo y empalagosa superioridad moral –sin ánimo de abusar de la expresión– para adoctrinar durante horas al sufrido telespectador –el que acude a la gala debe amortizar como sea el vestuario y se aguanta– sobre las necesidades de un gremio siempre más necesitado que el resto. ¿Alguien recuerda a un Fernando Rey en la primera gala de 1987, elegante, con perfecta dicción, dignificando su profesión, sin abusar de la ironía para no atraer el aplauso que no le correspondía a él? Encima de aquel escenario había cine. La gala de los Goya ya no deja indiferente a nadie. Tal vez, salvando excepciones, no es la que se suele merecer el cine español. El espectador ha aprendido después de tantos años de acudir en pijama a esta cita a defenderse del actor quejumbroso o airado, devolviéndoles con hastío, humor o indiferencia su propio espejo: peor que el ramo del cine está el del taxi y las VTC. Después de todo, tanto el cine como el sector de la movilidad urbana sufren los cambios impuestos por la grandes plataformas digitales. Es un gremio hipercrítico, un punto histriónico natural al mundo de los focos, que acaba haciendo una parodia de cualquier actitud crítica, lo que ha ayudado a dar una inmerecida imagen distorsionada del cine español, aunque el espectador, de nuevo, sabe situarlo en su justo lugar, películas, directores y directoras y actores y actrices. La taquilla nunca miente. Pero no hay crítica que se realice desde el plató de los Goya que valga la pena si ésta no va dirigida al PP, gobierne o no. Es un género en sí mismo. Andalucía estrena gobierno popular, por lo que la gala ofrece un color especial. Sólo deseamos que este al nivel. Así que esa rabiosa crítica puede tener más que ver con una fórmula magistral para maquillar un narcisismo incontenible, que el cine siempre ha reconducido hasta ahora hacia el talento, delante y tras la cámara. Sin embargo, talento hay, sin duda, como los nominados en esta edición vuelve a demostrar. No es una industria fácil porque el cine no es un artículo de primera necesidad –aunque las entradas deberían expenderse en las farmacias– y sufre un selección implacable. El año pasado, de 241 producciones, sólo 153 se llegaron a estrenar en salas comerciales. Es un sector que recibe ayudas del Estado por más de 70 millones y euros, gestionados por el gobierno socialista aunque con presupuesto de los populares. Deberá el mundo del cine reconciliarse con su función esencial, más humilde y grandiosa a la vez, como la de sacar a los humanos de su anodina existencia durante unas horas. Es el momento de citar a Woody Allen: «Los dos grandes mitos sobre mí son que soy un intelectual porque llevo estas gafas y que soy un artista porque mis películas pierden dinero». Ni más ni menos.