Ministerio de Justicia
Presión a la Justicia en Cataluña
No es habitual que en un Estado de Derecho un juez sea acosado y se lancen a la puerta de su casa excrementos. Es una forma de presión inadmisible que recuerda tanto a los métodos mafiosos como a los empleados por los grupos de choque ultranacionalistas que anunciaban lo peor en la Alemania de los años treinta. Los escraches sufridos especialmente por Pablo Llarena, el juez instructor de la causa judicial sobre el referéndum del 1-O, ha mantenido en un estado de desprotección absoluto a un poder central del Estado en un momento en el que en Cataluña se estaba poniendo en marcha un verdadero golpe a las instituciones democráticas. Que estos ataques se realicen, además, con la sintonía y cuando no el aplauso –acogiéndose a un extraño sentido de la libertad de expresión– de los responsables políticos de la Generalitat, es realmente preocupante, síntoma de un deterioro institucional sin precedentes en nuestra democracia. Este hecho empieza a tener consecuencias que afectan al prestigio de la magistratura en Cataluña y abona la idea, no sin razón, de que en esta comunidad no se respeta la Ley. Empezando por sus gobernantes. Hay datos que evidencian que no es un lugar deseado para ejercer la magistratura: de las 75 plazas desiertas de jueces en toda España, 46 están sólo en Cataluña, es decir el 61,3 por ciento. Desde 2017 han abandonado este territorio un total de 74 jueces. La presión política es cada vez más fuerte y no esconde sus intenciones de intervenir en un poder independiente. De ahí la creación en 2017 por el departamento de Justicia de la Generalitat de un «Sistema de evaluación y mejora continua», que tuvo que frenar el Consejo General del Poder Judicial, apelando al artículo 122.2 de la Constitución, que «atribuye de modo inequívoco al Consejo la inspección». Este intervencionismo ha continuado, como demuestra el hecho de que CGPJ anunciase el pasado mes de julio que abría una investigación sobre si la Generalitat había espiado a los jueces. El primer indicio partió de que en los ordenadores de algunos jueces y magistrados apareciera un mensaje sobre la «vigencia y aplicabilidad» de una instrucción de la Secretaría de Administración y Función pública de la Generalitat. El ejemplo dado por los líderes políticos, del presidente del Parlament al de la Generalitat, pasando por los medios de comunicación públicos –TV3 y Catalunya Ràdio– sigue abonando la idea de que nacionalistas e independentistas no tienen la obligación de cumplir la Ley y que la causa de la secesión de un territorio de España está libre de cualquier responsabilidad porque les asiste un inexistente derecho histórico. Estos sucesos muestran la intención inequivocamente totalitaria hacia un poder del Estado, como quedó claramente recogido en la «Ley de transitoriedad jurídica y fundacional de la república», que era la que iba a reemplazar el actual orden constitucional. En dicha norma, que se aprobó en el Parlament los días 6 y 7 de septiembre –con la ausencia de la oposición–, se ejercía un absoluto control del poder judicial. En concreto, el futuro Fiscal General de Cataluña de la nueva república sería nombrado, según el artículo 67, por el Parlament a propuesta de la Generalitat, así como el del presidente del Tribunal Supremo de Cataluña. No hay que olvidar que de los 14 artículos del Estatuto de Autonomía de Cataluña que fueron anulados por el Tribunal Constitucional en su sentencia de 2006, ocho tenían que ver con los órganos del poder judicial y las atribuciones de instituciones de control estatutario. Es decir, la Generalitat inició un largo proceso para hacerse con el control de determinados órganos que cree que deben estar al servicio de la causa a que se dedica con exclusividad: la ruptura de la unidad territorial.
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