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Rivera y Valls, una alianza fracasada

Rivera y Valls, una alianza fracasada
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El mejor ejemplo de lo que en estos momentos es Ciudadanos es la estrafalaria manera de cómo está negociando su voto en ayuntamientos y gobiernos autonómicos. Este partido, presentado ahora como liberal –y hace poco como socialdemócrata–, no tiene la mayoría en ninguna institución de relieve, pero actúa como si la gobernabilidad de la nación sólo dependiera de Albert Rivera y de a quien le aplicará su «cordón sanitario». Un partido que alardea de no tener ideología, de no ser de izquierda ni de derecha, acaba situándose en ese espacio líquido del oportunismo: cualquier decisión política se toma en función de los intereses de partido y de poder. Pero el electorado siempre exige algo más –coherencia, seriedad, solidez– y así lo ha entendido, y de manera especial, en Cataluña, territorio en el que este partido nació en 2006. La caída de Cs en esta comunidad es del 67,65 por ciento, sobre todo en los núcleos urbanos de mayor población, según los comicios del pasado día 26. Sólo este hecho debería llevarles a revisar toda una estrategia que ha resultado ser más vacía y propagandística que destinada a conformar una verdadera alternativa fiable. El liderazgo, sin duda meritorio, de Inés Arrimadas, que en las elecciones al Parlament de Cataluña del 21 de diciembre de 2017 obtuvo la mayoría con un 25,35 de apoyos, se ha desvanecido. Su decisión de abandonar la política catalana para ser portavoz en el Congreso no ha supuesto ningún revulsivo, sino un freno. La apuesta por Manuel Valls para encabezar la lista de Cs para la alcaldía de Barcelona ha resultado un fracaso del que Rivera se ha desentendido, lo que era de esperar, de la misma manera que fue obligado a marcar distancia del ex primer ministro francés, supuestamente para no perjudicarle, lo que ya dice mucho del extraño sentido político del líder de Cs y de su candidato estrella. Ayer quedó explicitado por la confusión estratégica del partido naranja: mientras Valls ofrecía su apoyo, sin condiciones, para que Ada Colau siga siendo alcaldesa –una decisión que demuestra altura de miras y responsabilidad política–, con el apoyo socialista, antes de que acabe gobernando los independentistas de ERC, Cs emitía un comunicado –no había manera más tajante y distante– para desmentirle y dejarle solo. Rivera prefiere hacer alcalde al socialista Jaume Collboni, algo que ni siquiera han consultado con Valls, un político acostumbrado a la disidencia –con los socialistas franceses y con Macron–. Por lo menos la posición del ex primer ministro galo se entiende y se inscribe dentro de una lógica política –impedir que el secesionismo nombre a la Ciudad Condal «capital de la República»–, no así la postura de Rivera, exigiendo a los socialistas a los que apoye su partido en estas negociaciones a «renegar» de Pedro Sánchez, su verdadera y única obsesión. Pero hay algo más. Cuando el candidato socialista a la alcaldía de Madrid, Pepu Hernández, señaló ayer que hacer alcaldesa a Begoña Villacís, de Cs, es «una posibilidad» –pese a tener menos concejales que el PP– no era más que una señal de un intercambio de votos pensando en hacer presidente de la Comunidad al socialista Ángel Gabilondo. En definitiva, Rivera no tiene en estos momentos ningún discurso político, subasta el voto de su partido bajo criterios que ni siquiera ha explicado, alterna su apoyo a izquierda o centroderecha sin atender a los proyectos y programas y ha convertido su defensa de la unidad territorial en una gesticulación –el mejor ejemplo es la frivolidad con la que trata la aplicación del artículo 155– que nada tiene que envidiar al populismo del que tanto reniega. Los resultados electorales de Cataluña son el mejor ejemplo de esta política errática. Elegir a Valls para defender las posiciones constitucionalistas en Barcelona ha sido un fallido injerto de laboratorio.