Cataluña
Terrorismo callejero en Cataluña
La detención por orden de la Audiencia Nacional de una dirigente de los llamados «Comités de Defensa de la República» bajo la acusación de un delito de terrorismo, en el conjunto de la defensa de los derechos democráticos en Cataluña, trasciende el ámbito jurídico, por cuanto sitúa las acciones de violencia callejera vividas en el Principado en el contexto del movimiento separatista, que pretende subvertir el orden constitucional. Como era de esperar, la equiparación con la «Kale Borroka» vasca de los actos de sabotaje y del clima de agitación social llevados a cabo por las organizaciones extremistas catalanas ha provocado una cascada de reacciones de condena entre los partidos políticos nacionalistas y entre las formaciones populistas de izquierda, conscientes de las consecuencias penales de considerar los ataques callejeros dentro del tipo delictivo del terrorismo, en lugar de tratarlos como meros «desórdenes públicos». Es, sin embargo, una discusión plenamente superada hace dos décadas, al menos, desde que el entonces juez de la Audiencia Nacional, Baltasar Garzón, instara al Tribunal Supremo a una reinterpretación de la legislación penal vigente, luego reflejada en la reforma del artículo 573 del Código Penal, para tipificar la violencia callejera de los grupos juveniles de ETA como terrorismo. El éxito, en términos democráticos, de la medida fue fulminante y hay que considerarlo como uno de los factores que contribuyeron a la derrota de la banda terrorista etarra. El Estado, confrontado a una nueva realidad delincuencial, había puesto en marcha el instrumento adecuado, dentro de los estrictos márgenes de la legalidad, para garantizar los derechos fundamentales de los ciudadanos. Pues bien, la articulación en Cataluña de unos grupos de acción directa, que actúan como punta de lanza del movimiento secesionista, reúne, tanto en sus fines como en sus medios, todas las características de un brazo terrorista, por cuanto pretenden la subversión del orden constitucional, alteran gravemente la paz pública y atemorizan para sus fines a miembros de colectivos sociales, políticos o profesionales que defienden la legalidad. Todo ello, con independencia de la forma que adopte su organización, que, en este caso, no tiene un líder jerárquico, sino una estructura horizontal para facilitar su penetración entre los jóvenes, según explicó ayer el ministro del Interior, Juan Ignacio Zoido. Aunque somos conscientes de las dudas que, en el campo jurídico, pueden surgir sobre la propiedad del tipo delictivo aplicado por la Fiscalía y aceptado, a efectos, de momento, indiciarios, por el juez instructor de la Audiencia Nacional, la sociedad española acumula la suficiente experiencia en la materia como para no apreciar en su justa medida el alcance político de unos grupos como los CDR, que son la expresión callejera, es decir, la acción explícita contra la convivencia ciudadana, del movimiento separatista catalán. Violencia, de momento, de baja intensidad, pero que atenta contra los derechos de las personas, que no puede entenderse como una cuestión aislada, sino que está directamente imbricada con el golpe anticonstitucional vivido en Cataluña. Es preciso poner coto a este tipo de grupos radicales y cortar de raíz unas acciones contra la seguridad ciudadana que pueden evolucionar negativamente en su gravedad. Hay, pues, que instar al ministro del Interior y a las Fuerzas de Seguridad del Estado a que mantengan, como hasta ahora, las líneas de investigación que lleven a la desarticulación de los CDR, y de todos los grupos violentos similares que puedan surgir. Porque nos hallamos ante una estrategia conjunta del separatismo catalán, que, no lo olvidemos, pretende la subversión del orden constitucional.
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