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Un proceso ejemplar contra el golpe

El considerado como el juicio más decisivo de la historia de nuestra democracia llega a su fin esta semana con los informes finales de las defensas y el derecho a la última palabra de los acusados. A lo largo de más cincuenta sesiones, por las que desfilaron los 12 encausados, más de 400 testigos y 16 peritos quedó de manifiesto su dimensión histórica. Difícilmente se podía llegar a otra conclusión cuando las conductas que se han pasado por el tamiz de la Justicia fueron las de un golpe violento contra el orden constitucional organizado por los representantes del Estado en Cataluña, la Generalitat, altos representantes de la institución parlamentaria catalana y cabecillas de los brazos civiles del independentismo. Es casi imposible hallar otra actuación tan desleal con la libertad de los ciudadanos que la que se que se concretó en septiembre y octubre de 2017. Desde el minuto uno del procedimiento judicial, los responsables de este ataque a la concordia, la prosperidad y la paz han articulado un discurso victimista en la que se han erigido en presos de conciencia de un estado represor. Su defensa en estos meses no se ha movido de ese relato que intentaron exportar a Europa con poco o ningún éxito más allá de la minoritaria red de apoyo de partidos ultras y xenófobos del prófugo Puigdemont. La reciente sentencia del Tribunal de Estrasburgo avaló las tesis mantenidas por España de que lo que sucedidó en Cataluña se trató de un acto ilegal y abrupto contra el marco jurídico establecido en la Carta Magna. En esta última semana, antes de que el juicio quede visto para sentencia, defensas y procesados dispondrán de un amplísimo tiempo para convertir la sala en el escenario de un último mitin en el que repetirán el argumentario sobre que sus actos estaban amparados por los derechos fundamentales, el de organización, el de participación, el de reunión, además de por los principios cimeros de la democracia. Se erigirán en presos políticos, gentes pacíficas y abominarán de un Estado franquista que asfixia los anhelos de los catalanes. En realidad, esta letanía cansina, exasperante y, especialmente, falsaria se desmoronó como un castillo de naipes hace meses y quedó ridiculizada hasta el esperpento durante el proceso público y transparente en el Supremo. Frente a la palabrería, la agitación y la intoxicación, también mediáticas, los fiscales aportaron pruebas y más pruebas, testigos, documentos, imágenes. Voces de los Mossos, de sus mandos, Guardia Civil, Policía, secretarios judiciales, peritos de Hacienda y de la Intervención... hasta armar un relato irrebatible sobre esos días aciagos de otoño en los que se urdió un clima insurreccional, una acusación abrumadora que concluyó que aquello fue un golpe de Estado violento. Como acertada y brillantemente detalló el fiscal Javier Zaragoza, que junto a sus compañeros acometieron y resolvieron un desafío extraordinario en defensa de la legalidad, se produjo la sustitución de un régimen jurídico por otro por medios ilegales. Y con ello se pretendió arrumbar hasta aniquilar la soberanía nacional, el derecho primero de los españoles a decidir sobre su nación. Rebelión, sí, porque la violencia se dio y se propició, y porque se utilizó a un cuerpo armado, los mossos, para crear un escenario hostil y descontrolado, en el que la involución resultara posible desde las instituciones y la calle para aniquilar el sistema constitucional, que no el orden público, que no la sedición, como sostuvo la Abogacía del Estado por orden del Gobierno. El Estado funcionó entonces y lo hace ahora con un proceso garantista, escrupuloso, guiado con mano firme y maestra por el juez Marchena. Confiamos, estamos seguros de ellos, en que, guste más o menos, la sentencia será justa.