Tribuna
España y sus tiempos
A pesar del incansable Tezanos, Sánchez está seguro de que hoy no podría ganar unas elecciones. Sin embargo, Núñez Feijóo puede perderlas
La estimación literal de un periodo cronológico, en nuestro país, coincide a veces con sus dimensiones cuantitativas, pero en otras muestra una enorme asimetría. Así nos movemos, con relativa frecuencia, entre «jamás» y apenas un par de años. La revolución «gloriosa» recurrió al uso solemne del «jamás», en personajes y situaciones distintos. Prim, en su discurso desde el balcón de la casa consistorial de Barcelona (3 de abril de 1868), lanzó su grito: ¡Abajo los Borbones!; al que más tarde añadiría: ¡Los Borbones, jamás, jamás, jamás! En 1874 se produjo la Restauración de aquella dinastía en la persona de Alfonso XII. Habían transcurrido poco más de seis años. Bien podríamos decir que «jamás» equivalía a un bienio y tres «jamases» a la premonición de lo que duraría todo el periodo revolucionario.
Ruiz Zorrilla, en su «Manifiesto al pueblo español» (Londres, 11 de diciembre de 1883), insistiría: ¡Jamás, jamás, jamás, transigiremos con los Borbones! «Jamás», como en el mejor de los casos, quedó reducido a un ejercicio de voluntarismo. Ahora se amplía el catálogo de «jamases», del PP al PSOE y viceversa. También en nuestros días, la sinestesia que el solo nombre de Vox provoca en el PP, y a la inversa, apareja otros «jamases» recíprocos. Un síntoma, casi siempre, de debilidad y peligro de derrota. Llevamos siete años de tiempo convulso entre la escasa preocupación ética del sanchismo y la inoperancia del Partido Popular. Últimamente la corrupción descubierta agita las pocas ideas y las muchas ocurrencias, de unos y otros, en la disputa del poder.
El camino que no lleva a ningún lugar existe. No sé si tenemos certeza, ante el límite ya inminente del abismo, de que apenas queda otra alternativa que la regeneración o la autodestrucción. Se equivocan quienes se esconden bajo la excusa de que los otros son peores. Se trata de una falacia que sirve de hábito a la cobardía o a la ambición miserable. El espectáculo del pleno del pasado miércoles en el Congreso ha resultado burlesco, absurdo, ridículo y desasosegante. La conclusión más destacable sobre estas escaramuzas parlamentarias, controladas por Sánchez, es que le sirven para ganar tiempo. Por lo demás son prácticamente inútiles. Pedro habla para los suyos, como Nembrot, un lenguaje incomprensible, salvo para sus aduladores. Alberto hace lo mismo para sus huestes. Ambos grupos, irreductibles al desaliento. Primero los diputados comprometidos ya, en uno y otro bando, no moverán un ápice sus posiciones. Así el Parlamento, bien pudiera cerrarse y ser sustituido por cualquier otro palenque más adaptado a la bulla, al ruido, a los «ejercicios laringológicos» y a la gimnasia del aplauso.
Sánchez ha logrado imponer su discurso y sus reglas durante mucho tiempo, en el juego político español. Todo un éxito. El PP, convertido en «cofradía de la esperanza», ha actuado pensando que el poder les llegaría por Amazon, y ante el poco éxito de esta táctica, Núñez Feijóo ha pasado al ataque. Tal vez lo más preocupante en la inaguantable batalla de nuestra clase política sea la tensión que alcanza, con su dialéctica de la oquedad. Una crispación que conduce a los «padres de la Patria» a comportamientos tabernarios. Desaparece la ironía y aumenta el sarcasmo; el mínimo respeto huye despavorido, el insulto se hace habitual, no como un arte de la oratoria política, sino como expresión de zafiedad garbancera. Una presidenta del Congreso, que no se distingue precisamente por la ejemplaridad y la equidad, clama en defensa de las formas.
A pesar del incansable Tezanos, Sánchez está seguro de que hoy no podría ganar unas elecciones. Sin embargo, Núñez Feijóo puede perderlas. El primero tiembla ante la posibilidad de que el PP le saque de La Moncloa (única de sus preocupaciones, pues lo demás son disfraces). El segundo sabe que tiene un plazo breve para alcanzar el poder, que vislumbra cerca, pero al que no acaba de llegar. Las prisas, impuestas por las circunstancias, o no, son peligrosas. Repetir un error como tantear el posible apoyo de Puigdemont, en tanto condena radicalmente a Vox al ostracismo, puede destruir sus expectativas. O lo que sería más nefasto aún. Que el presidente logre cambiar la ley de enjuiciamiento criminal para controlar la investigación sobre la corrupción y acabar con la independencia de los jueces.
Un patetismo sobrecogedor rodea el carnaval de la golfemia nacional. Su víctima señera, por el momento, «el arquitecto de los gobiernos progresistas de este país». Un tal Santos, sin santidad alguna, bien podría pasar como personaje destacado de La Divina Comedia. El «Hombre Navarro», a quien Dante y Virgilio se encontraron en el quinto valle del octavo círculo del Infierno. Ciertamente no estaba allí por constructor eximio, sino por baratero. Mala suerte. El «lasciate ogni speranza voy ch’entrate …», le puede resultar más largo que uno o varios «jamases». O tal vez no, porque España es así.
Emilio de Diego. Real Academia de Doctores de España.