Editorial
León XIV o el legado y la misión de Francisco
Es pronto para realizar juicios de valor que no incurran en precipitaciones innecesarias, pero León XIV ha llegado a la silla de Pedro con el aval de una Iglesia comprometida, fraternal y conciliadora, si bien firme en materia dogmática y moral, para ejercer el liderazgo y el magisterio que la humanidad precisa
Habemus Papam. La chimenea que eleva al cielo el juicio y la plegaria definitivos de los cardenales recluidos en la Capilla Sixtina anunció a la ciudad y al mundo la buena nueva con el humo blanco a media tarde. Una vez designado el Papa, el Protodiácono de entre los cardenales diáconos, honor que correspondió al cardenal Dominique Mamberti, Prefecto del Supremo Tribunal de la Signatura Apostólica, fue el encargado de pronunciar el famoso Habemus Papam desde la logia de la basílica de San Pedro. El elegido fue el cardenal estadounidense Robert Francis Prevost, desde este jueves el Papa León XIV. Además de su talante afable, moderado y reservado, sobresale por encima de todo su condición de estrechísimo colaborador de Francisco, que depositó en él su entera confianza hasta designarlo responsable de los obispos de todo el mundo y de su comisión para Iberoamérica, sin duda convencido por sus largos años en Perú, del que posee también la nacionalidad. Fue tras la cuarta votación que los purpurados encargados de elegir al nuevo sucesor de Pedro, al portador del anillo del pescador, alcanzaron el consenso necesario sobre un nombre que se coló de rondón y a última hora entre los papables, entre otras muchas razones, también porque su particular talante tranquilo y sosegado le hacía el ideal para el encuentro y la comunión en el seno de la Iglesia y como guía de una comunidad de 1.400 millones de fieles en tiempos de tribulación en el mundo. El cónclave con el mayor número de cardenales electores y también el más heterogéneo presagiaba unas deliberaciones más prolongadas de lo que había sido habitual con los papas más recientes. 133 cardenales de 70 países, con el 80 por ciento renovados por Francisco, conformaban un mapa complejo que, sin embargo, derivó en un debate diligente y ágil y un acuerdo aparentemente sencillo y rápido en la segunda jornada de meditaciones. Parece lógico pensar que los trabajos de las 12 congregaciones generales en el Vaticano, con el fin de reflexionar sobre el estado de la Iglesia y los numerosos desafíos que enfrenta en el mundo moderno, allanaron el camino y aproximaron criterios de forma paulatina hasta alcanzar la confluencia definitiva. La identidad y el perfil tan señalados y singulares del nuevo Santo Padre nos hacen pensar que la mayoría del colegio cardenalicio llegó a los debates de la Capilla Sixtina con los deberes hechos y la misión de dar continuidad al tiempo de misericordia, fraternidad y cambios inspirados en el espíritu genuino del Evangelio que había encarnado Francisco. La zozobra y la incertidumbre que invadió a los católicos del mundo tras el fallecimiento de Bergoglio se convirtieron ayer en ilusión y esperanza personificados en el nuevo Santo Padre. Sus primeras palabras a los congregados en la Plaza de San Pedro y a los millones de personas que las siguieron a través de los medios de comunicación confirmaron que la Iglesia se robustecerá en torno a los principios y las guías que marcaron el anterior Pontificado: la paz, la sinodalidad, el encuentro, la comunión, el diálogo, la periferia que Robert Francis Prevost conoce y personaliza como misionero de la antigua Orden de San Agustín y una Iglesia abierta a todos. Lo hará, eso sí, con el estilo y la cadencia de Su Santidad, con el respiro y la templanza que se desprenden de su identidad cautelosa. Para nuestro país y la comunidad hispana, sus primeras palabras en español desde la logia fueron un gesto de cercanía y significación lógico en una biografía tan marcada por Perú. Es pronto para realizar juicios de valor sobre el futuro que no incurran en precipitaciones innecesarias, pero León XIV ha llegado a la silla de Pedro con el aval de una Iglesia comprometida, fraternal y conciliadora, si bien firme en materia dogmática y moral, para ejercer el liderazgo y el magisterio que la humanidad precisa.