
Con su permiso
El loco y el muerto
El fin de las ideologías ya llegó hace tiempo y se asentó en nuestro presente

Allá por los años setenta, cuando Marga era una joven estudiante activa, provocadora e ilusionada, se asomó al libro de un sociólogo estadounidense que anunciaba el fin de las ideologías. En un tocho de más de quinientas páginas, Daniel Bell, que así se llamaba el visionario, desgranaba una tesis sobre el agotamiento de las ideas políticas en la Norteamérica postindustrial y su paulatina sustitución por una suerte de pragmatismo orientado a resolver los problemas con soluciones concretas despojadas de orientación ideológica. Para una joven española de entonces, paciente de una dictadura que parecía no tener fin, aquello era una tesis no sólo difícil de digerir, sino simplemente de aceptar. No lo terminó, pero se quedó con la copla. ¿Cómo que el fin de las ideologías? ¿Y el progreso, y el futuro? Las ideologías eran la gasolina que impulsaba los cambios. La ideología era el sistema de valores que orientaba la acción pública y, para los más comprometidos, condicionaba la vida privada. Para Marga era un tesoro motivador y diferencial que le hacía sentir parte de algo, como una marca de identidad distintiva y orgullosa. Diferente y mejor. Porque, claro, es condición sine qua non de toda construcción ideológica, su superioridad sobre cualquiera otra cercana o lejana, colaboradora, adversaria o enemiga. Tu ideología es la verdad. No tu verdad, sino la verdad en términos absolutos. La tolerancia con el que no la comparte no contempla la posibilidad de error, sino una generosa disposición a sacar de su equivocación al adversario.
Medio siglo después, pasados ya sus setenta, Marga concluye que en un mundo entonces inimaginable, la tesis de Bell se confirma más allá de la propia visión del sociólogo. Se confirma y se supera. Con la peor de las representaciones. En el peor de los escenarios. Ella no es socióloga pero ha vivido tantos golpes de la Historia, inesperados y voraces, que puede concluir que ya no son ideológicos los muros ni las distancias, que no impulsan los cambios los esfuerzos por alcanzar un ideal concreto, que las diferencias ya no son de clase, que el pensamiento dominante está sometido a los códigos del dinero y que las diferencias sociales ya no son de clase o raza sino de capacidad fiscal. En los telediarios está la prueba. Un viejo agente comunista autoproclamado emperador, capaz de iniciar una guerra europea tiene entre sus adeptos a herederos de dictaduras como la franquista o nietos lejanos del nazismo. En Estados Unidos, los electores tendrán que optar entre el loco o el muerto (en ingeniosa tesitura que Marga ha escuchado a una comentarista radiofónica), dos líderes de partidos que no es que hayan perdido perfiles ideológicos, es que los han difuminado hasta el punto de que la única diferencia es que uno balbucea y el otro no, que uno asalta la Casa Blanca cuando pierde y el otro tiene algo más de respeto a las instituciones. Aunque tampoco demasiado, concluye Marga, puesto que viéndose como se ve, todavía cree que tiene alguna posibilidad de salvar algo que no sea su propio equilibrio.
Le preocupa a Marga la frívola despreocupación con la que el público en general contempla esta desaparición de las ideologías no por desgaste o el surgimiento de algo más consistente o eficaz, sino digerido por el sumidero de una historia que se escribe a golpe de frases cortas y nula reflexión. Si hace unas cuantas décadas sorprendió al mundo que un exactor de Hollywood llegara a la presidencia de los EEUU, hoy lo que sorprende es que un político no interprete, no sea un actor, no se venda a sí mismo a su mercancía con diseños de márketing elevado.
Esto no es nuevo, claro que no. Pero se le revuelve ante lo visto y lo oído en EEUU. Con una guerra en Europa y la evidencia de que hay una disposición de potencias orientales para romper el equilibrio global actual por la vía de las armas mientras se siguen trabajando la del dinero, no resulta precisamente tranquilizador el mensaje de quien parece que tendrá pocas dificultades para recoronarse emperador de Occidente, Donald Trump. Frente a él, un candidato más cerca de la demencia que de renovar, simboliza el final de las últimas resistencias, no ya de las ideologías, sino simplemente de la razón de gobierno. No quiere ni pensarlo, pero, incluso, se malicia, de la Democracia. Tengo a Dios de mi lado, dice Trump. Aupado a lo más alto por la torpeza enloquecida de un sujeto enfermo de pólvora, el probable futuro habitante de la Casa Blanca dice que será el presidente de todos los estadounidenses. Pero en el mismo discurso llama loca a la demócrata Nancy Pelosi y pide que echen del trabajo a Shawn Fain, líder de poderoso sindicato de trabajadores del automóvil, que ha reimpulsado el sindicalismo en los últimos años. Su nuevo lema electoral es una sola palabra, lucha. Alumbrada en una leyenda que acaba de empezar a escribirse con el atentado fallido, es una llamamiento a la negación de cualquier punto de vista alternativo o sencillamente diferente.
El fin de las ideologías ya llegó hace tiempo y se asentó en nuestro presente. Ahora vamos a peor. Ahora, ante un mundo en crisis y con las armas cargadas toca elegir entre el loco y el muerto.
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