Quisicosas

Moro o judío

En estos días no me importa mucho que el muerto sea palestino o israelí. Lo que me impacta es la magnitud del furor y la facilidad para teorizar sobre la perversidad intrínseca del oponente

El sábado entrevisté a Janet Cwaigenbaum, del kibutz Nir Yitzhak, a cuatro kilómetros de la Franja de Gaza, ahora desplazada a Tel Aviv. Recogí su testimonio de muertos y secuestrados y en la conversación se me ancló la memoria de su madre, que a los cinco años fue deportada de Polonia, padeció los campos de trabajo en Siberia y, tras ser desplazada a Uzbekistán, consiguió llegar a Uruguay.

Ignoro el nombre de esta señora, pero su historia se me ha clavado en el alma.

Antes de la Segunda Guerra Mundial había 3.300.000 judíos polacos y sólo 300.000 sobrevivieron. En 1940, un año antes de que los nazis inaugurasen los campos de exterminio, Joseph Stalin, enorme antisemita, ordenó el traslado forzoso a Siberia de 200.000 judíos polacos en cuatro deportaciones entre 1939 y 1941.

Por el Pacto Molotov-Ribbentrop, rusos y alemanes se habían repartido Polonia. La invadieron por sus dos extremos en 1939, el 1 de septiembre los alemanes, y el 17 de septiembre los rusos. Los nazis tacharon a los judíos polacos de comunistas y los soviéticos los definieron como capitalistas internacionalistas. Si los primeros mataron a los judíos polacos en el holocausto, los segundos los diezmaron en las matanzas contra los patriotas polacos, Katin por ejemplo, y en los campos de trabajo en la Unión Soviética, en el ártico, Kazajastán, Tayikistán, Uzbekistán. Judíos que huyeron del oeste de Polonia al paso de Hitler, encontraron la muerte soviética en Siberia. En cuanto pudieron abandonaron la URSS, desde 1948 hacia Israel, pero también a Estados Unidos.

Janet Cwaigenbaum, cuyo nombre transparenta orígenes askenazis yiddish, vive en Israel desde hace 26 años y ahora huye de las matanzas. Ha tenido dos hijos cuyos amigos han sido movilizados para la guerra. Sus vecinos han muerto o están secuestrados. No le queda más que lo puesto y sobrevive en un piso cedido en Tel Aviv por un francés. «Sólo ahora he podido entender lo que mi madre relataba».

En estos días no me importa mucho que el muerto sea palestino o israelí. Lo que me impacta es la magnitud del furor y la facilidad para teorizar sobre la perversidad intrínseca del oponente. Para estereotipar al asesino de Hamás y extender a los palestinos la complicidad. Para definir el judío errante como parte de un pueblo «detestado desde siempre, por algo será». Lo único que saco en claro es lo que ha escrito el Patriarca Latino de Jerusalén, Pierbattista Pizzaballa: «El odio, que lamentablemente ya hemos experimentado durante demasiado tiempo, aumentará aún más, y la espiral de violencia que sigue creará más destrucción. Todo parece hablar de la muerte». ¿De dónde puede venir la paz que no somos capaces de darnos?