El canto del cuco
Los obispos, en defensa de la Constitución
La Iglesia española vuelve a cumplir su misión profética de denunciar la injusticia y de ejercer su ineludible papel pacificador.
Los obispos han mostrado su preocupación ante la polarización ideológica y la crispación social que vive España. Su autorizada voz, de hondo contenido moral, no ha tenido la repercusión que merecía. La cultura política dominante desprecia y sofoca la voz de la Iglesia. Se vale de los contados casos de pederastia descubiertos en su seno, escandalosamente propagados, para desautorizarla e impedirle que denuncie libremente los abusos y extravíos del poder. Eso explica, junto con su limitada capacidad de comunicación, manifiestamente mejorable, su falta de repercusión social. En momentos tan azarosos como este, muchos católicos agradecen que la Iglesia recupere el liderazgo social que demostró en tiempos de incertidumbre como estos, con el cardenal Tarancón a la cabeza.
En la última asamblea plenaria, los obispos han salido en defensa de la Constitución de 1978, amenazada por «la actual situación social y política de España», y han hecho un llamamiento en favor de la concordia, que supere el actual clima de enfrentamiento y crispación. Denuncian la polarización ideológica y las posiciones inflexibles y excluyentes, y apuestan por el diálogo. Creen que aún es posible el reencuentro. El discurso inaugural del cardenal Omella, presidente de la Conferencia Episcopal y arzobispo de Barcelona, en presencia del nuncio, fue especialmente relevante, clarificador y oportuno. No rehuyó nada. Se opuso a los «cordones sanitarios» y las exclusiones, y afirmó que todos los pactos son lícitos «en la medida que respeten el ordenamiento jurídico, el Estado de derecho, la separación de poderes y aseguren la igualdad de todos los españoles» según la Constitución de 1978. Cualquier modificación del actual statu quo «debería contar no sólo con el consenso de todas las fuerzas políticas (…), sino también con una mayoría muy cualificada de la sociedad. De no ser así, tales pactos sólo conducirán a una mayor división y confrontación entre españoles».
No fue, como se ve, un discurso de circunstancias. Pretendió coser las heridas provocadas por los pactos de investidura y defendió a España como «un país unido, enriquecido por las distintas culturas», en el que esté asegurada la igualdad de todos los ciudadanos. Cualquier reforma, advirtió, tiene que respetar los mecanismos legales establecidos. El hecho de que el arzobispo de Barcelona sea el presidente de la Iglesia española ayuda a tender puentes en estos tiempos de enfrentamiento por razones identitarias y oscuros pactos políticos. La Iglesia española vuelve a cumplir su misión profética de denunciar la injusticia y de ejercer su ineludible papel pacificador. Es una lástima que su autorizada voz, una de las pocas fiables que quedan, se pierda en el desierto.
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