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A Isidoro, en el recuerdo

La Razón
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Hace un año que se ausentó para siempre Isidoro Álvarez, hombre completo y cabal al que la vida le dio aquello que se ganó con su trabajo. La historia de Isidoro, al igual que su esfuerzo, capacidad, humanidad y cercanía no son fáciles ni de escribir ni de superar. Sus últimos años, al igual que su silencio, fueron peldaños difíciles de escalar con una gran intuición hasta alcanzar la cima. Tuvo gran cantidad de amigos, yo entre ellos, aunque fuera el más modesto de todos, pero el peso y el paso de la vida lo soportó en la soledad del pensamiento y no en el crecimiento de la compañía.

Hace años que tejía lentamente el futuro de la empresa que regentaba. Imagino la de noches que consumió pensando en todo cuanto le quedaba por hacer sabiendo que la vida no es tan alargada como quisiéramos hacerla todos los que disfrutamos de ella. Fueron muchos años conviviendo en la distancia con Isidoro y digo en la distancia porque algunas veces pasábamos meses sin vernos. Él fue en mi vida como el enchufe de la luz que siempre está dispuesto para alumbrar aunque no distingas su posición en la pared y nunca hace ruido ni apenas se le ve.

Conocí a Isidoro hace años y fue un amigo suyo y mío el que nos presentó. Desde entonces, nació una amistad y un afecto que aumentaban como la masa del pan y que al igual que éste se hacía imprescindible para seguir viviendo. Isidoro quería a toda nuestra familia e incluso hubo momentos que en nuestras celebraciones más intimas nunca faltaban ni él ni su esposa Maria José, sin olvidarnos de Cristina e Iñaqui y Marta y Juan Claudio, tan cercanos como toda la familia. Pero no quiero hablar de nuestra amistad que permanecerá siempre, quiero hablar de su bondad infinita, su preocupación por todos, sus sonrisas y su preocupación por todas sus gentes. Isidoro aparecía y desaparecía como el Guadiana. Entraba en una tienda en la apertura y se colaba en otra a la hora del cierre, lo mismo se dejaba ver en la primera planta y cuando alguien quería hacerle algún tipo de honor ya estaba en el otro extremo del edificio. No había campaña en la que no estuviera dando la bienvenida a sus miles de clientes.

Se codeaba con la gente que entraba a sus tiendas y le encantaba agradecer que estos lo distinguieran con sus compras y confianza, confianza que él se encargaba de repartir como el mejor reclamo para mostrar su cercanía y reconocimiento hacia la gente. Su pan de cada día no sólo se lo daba Dios sino que se lo ganaba con esfuerzo, siempre cerca de todos y más de su gente, él era tan sencillo como la persona más sencilla. Isidoro no tenía jerarquías ni en su comportamiento, ni en su consideración con los demás. Él era un asturiano que ejercía como tal y siempre procuraba aprender de todo el que le rodeaba y beber de todas las fuentes de la perfección, de tal manera que al igual que los caudales de esas fuentes crecía también el respeto de su competencia hacia su forma de ser y trabajar.

En su mente siempre estaba la expresión de la felicidad y que siempre asociaba con sus ¡Felices Ventas! Sus muchos leales siempre le dieron todo cuanto tuvieron, apoyando la causa por la que vivían y servían. Junto a él nadie era viejo, él no lo era y todos eran guerreros que se calzaban la armadura cada mañana que salía el sol con la motivación a flor de piel y orgullosos de ir levantado poco a poco un imperio y siempe a la voz de ¡ya! estaban todos enlazados codo con codo para apoyar a su capitán. Su silencio absoluto siempre le llevó a comprender y soportar solo, lo que otros pudieran murmurar en voz baja y que nunca pasó del campo de la anécdota.

Pero ya hace un año que se nos fue Isidoro, las muchas gentes que lo acompañaron hasta su descanso en la Cripta de San Ginés en pleno centro del Madrid histórico se fueron cada cual a su domicilio y situación e Isidoro se quedó definitivamente ausente junto a su tío Ramón Areces en una fría cripta donde la soledad se alía con el silencio para no perturbar la fragilidad de la gloria en la que dicen ya descansa para siempre según las escrituras y las lecturas que de cada situación se comentan como el consuelo de una vida y la compensación del afán y el premio de una eterna ausencia rodeada de un lento descanso. Seguramente tío y sobrino tendrán tiempo de repasar en tan húmeda soledad la historia de las cosas que ocurren porque tienen que ocurrir y que nadie sabe cómo y porqué empiezan y cuándo acaban, pero lo que sí es cierto es que todo concluye y acaba en el mismo lugar y de la misma forma y que como su propia vida se apaga en ese olvido que nunca tiene fin, gozando de la cripta Santa de San Ginés como último domicilio.

Será interesante recordar con ellos los tiempos de las felices ventas donde el comercio era la vertebra principal de la economía de la capital de España y donde los grandes comerciantes de ayer y de hoy supieron subsistir y crecer en tiempos difíciles gracias al ingenio, la honradez y el trato y donde las grandes cuentas de los negocios se anotaban en un simple papel y el saldo de los bancos lo mandaban en extracto cada mes. Eran los tiempos pausados de don Ramón en los que el avance del siglo caminaba despacio y había tiempo para programar las campañas de la próxima temporada. Después llega el nuevo siglo empujando con la cuenta de resultados, la expansión y el crecimiento y la sombra del mundo financiero acecha como hace la soledad y cuando menos te lo esperas se sienta junto a ti y hace imprescindible su presencia y en muchos casos se queda para siempre.

Son los tiempos del desarrollo y el crecimiento en los que estamos todos metidos, pero que no todos servimos para hacerles frente, aunque la mentalidad del buen comerciante siempre sabe rectificar y encontrar la solución para ser competitivo y seguir empujando al carro de la vida avalado por los principios de buen gobierno y la gran comprensión humana, junto con la cercanía, la humildad y el acierto, ingredientes que todos los hombres que lo rodearon conservan en grandes dosis.

Ya ha pasado un año y la vida continúa y como cantara Carlos Gardel «el músculo duerme, la ambición descansa». Eso es lo que somos, un músculo que un día lucha y duerme hasta que descansa como esa sana ambición que pocas veces descansa porque piensa en su gente y en la gente y en su nobleza está el fin y en la consecución los medios, sin esperar nada a cambio que no sea hacer felices a las gentes que buscan en la vida su propio afán por hacer mas agradable el día a día con inmensas ganas de florecer allá donde se les plante, sin olvidar que en cualquier momento llega la circunstancia de no ser imprescindible y acaban nuestros sueños y nuestro repetido afán y nos devuelve al silencio de nuestra procedencia...

Isidoro Álvarez siempre será, como dijera Machado, «un hombre en el fondo de la palabra bueno» y buenos fueron todos cuantos lo rodearon a lo largo de la vida y junto a él forjaron un mundo de sueños y realidades que hoy mueve las vidas y los hogares de casi cien mil familias y que éstas igualmente hacen felices a generaciones completas con sus especiales servicios y campañas, cada día que sale el sol, adornando con ilusión las distintas etapas del año con su ingenio y profesionalidad.

Esa es la imagen de este gran hombre que se fue y que siempre pensó en esas caras de hombres, mujeres y niños que miran ese sol de cada día, confiando en que la vida es aparentemente bella porque a El Corte Ingles nadie lo para y nadie es capaz de creer que ante una obra tan majestuosa y fuerte pueda haber huracán o ciclón que lo mueva. Su rumbo es el mundo y su capital sus cimientos y sus gentes y si en la vida hubo un ejemplo de un hombre bueno, honrado, trabajador y justo ese fue Isidoro Álvarez y, lo más importante, su ejemplo sigue vivo...

*Abogado