Joaquín Marco
¿Brexit o no brexit?
Nuevas generaciones observan con desconfianza su futuro y rechazan la uniformidad que se augura en una Europa unificada
La Gran Bretaña de hoy no es comparable a la que conocí en mi juventud, pero la España de hoy también es, por fortuna, distinta de la entonces. Era reciente en la memoria británica la conciencia del Imperio perdido, pero sus ecos seguían resonando. Recuerdo a un profesor de Física que se sentaba junto a mí en los desayunos formales del «college» con una desaliñada toga que le permitía llegar medio dormido aún al comedor. Era un excelente melómano y había insonorizado su habitación para escuchar gracias a la última tecnología de entonces la enorme cantidad de discos de vinilo –no había otros– que poseía. Acudí a menudo para disfrutar en privado de la música clásica. Pero fue más tarde cuando me comentó, sin concederle trascendencia alguna, en un orbe menos global al de hoy, que había pasado su juventud y parte de su madurez en la India: algo imperceptible restaba en el aire. Aquellos británicos de antaño tenían siempre detalles biográficos sorprendentes. No veían todavía con muy buenos ojos a los alemanes, contra los que habían combatido (el director de mi Departamento, un hispanista hoy olvidado, había sido un héroe de la aviación de caza) y un día, en el autobús, el viajero del asiento de al lado me contó, al saber que era español, que había combatido en las Brigadas Internacionales. Pero los ingleses mostraban ya sus diferencias con los «continentales»: ser una isla que gozó de extenso imperio hasta la victoria final, en la II Guerra Mundial, sin duda los había marcado, aunque era todavía una de las claves industriales y comerciales de aquella Europa no integrada.
Sus diferencias territoriales siguen siendo notables. Dejando a un lado Escocia y Gales, entre el sur, con el Londres de la City, y el norte industrial se observaban diferencias sustanciales, como las Universidades singulares de Cambridge y Oxford, de las del resto del país, nada despreciables. No es pues, de extrañar que el mundo británico se mostrara incómodo en una Unión Europea capitaneada por la Alemania que habían ocupado o por la Francia que rescataron en Dunquerque. La Historia, mal nos pese, constituye un pesado fardo que han de soportar las viejas naciones. Pero se han producido cambios generacionales y migraciones desde sus antiguas colonias y del resto de Europa que parte de la población observa con recelo. La mayoría de jóvenes británicos de hoy se sienten, a diferencia de sus mayores, también europeos, aunque pueden no votar en el referéndum. Reino Unido mantiene una capital financiera, la City, que juega en la primera división de la economía global y arropa bajo sus alas refugios de opacidad fiscal, a los que denominamos paraísos. La situación económica de los británicos, sin embargo, no parece tan brillante. Nuevas generaciones observan con desconfianza su futuro y rechazan la uniformidad que se augura en una Europa unificada. Se estima que el próximo trimestre su crecimiento económico podría entrar incluso en fase negativa y su paro se sitúa en un 5,1% (que nosotros añoramos), aunque supone la existencia de 1,7 millones de desocupados. Los tipos de interés, al margen del euro, se sitúan en el 0,5% desde 2009 y la inflación alcanza un 1,4%, lejos aún del 2% que se había propuesto. El país salió de la recesión sin inversión en infraestructuras, con un programa de austeridad que sigue defendiendo y que perjudicó gravemente a su mayoritaria clase media, los salarios descendieron y el empleo sigue inestable, porque el contrapeso sindical cayó en picado durante el mandato de Margaret Thatcher. Se pasó del desencanto al euroescepticismo, que hoy comparte ya con otros países del Continente. Pero el instinto de conservación de los «tories» empujó a David Cameron a plantear un referéndum sobre la permanencia en la UE y, como ya apuntó el general De Gaulle, los referéndums los carga el diablo.
Entiende el 41% de la población que lo que se ha calificado como «brexit», aislamiento que propone el primo estadounidense Trump, podía constituir una oportunidad, pero un 46% defiende la Unión. Cameron, parte de los conservadores en el poder y los laboristas, férrea oposición, han optado por tomar en consideración el clamor de la City y del mundo financiero que entiende la separación de la Unión como muy negativa para sus intereses económicos. Han aparecido incluso manifiestos de intelectuales y artistas en contra del «brexit». Los efectos negativos, de producirse, podrían llegar incluso hasta nuestras playas, ya que el sector turístico valora el gran número de visitantes británicos. Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea, se ha tomado muy en serio la posibilidad y ya advirtió de que «los desertores no serán acogidos con los brazos abiertos». Las armas que se esgrimen como represalia son económicas, en las que está implícita la libra esterlina, símbolo, a la vez, de la independencia británica y de sus condicionantes, pero van mucho más allá, por lo que el riesgo del «brexit» se antoja improbable. Esta Europa, casi manta de retales, se estremece con la posibilidad. ¿Cómo renunciar a las peculiaridades inglesas, a su sentido del humor y a sus excentricidades, a este Londres universal o a las, ay, abandonadas fábricas de tejidos de Manchester, cuna de la industrialización y símbolo del capitalismo rampante del siglo XIX? El «brexit» alteraría no sólo la ya débil Europa de naciones, sino la economía global, según el G-7.
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