El desafío independentista

Cataluña en España (reflexiones de historia cultural)

Me quedé helado cuando hace cosa de tres lustros, le escuché a un político convergente, ya fallecido, decir que para él Cervantes, Góngora o Velázquez eran cultura general, cultura «no suya»

La Razón
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A comienzos del siglo pasado, Azorín y Unamuno, a los que siempre hay que volver, fueron especialmente capaces de valorar los distintos matices que componen la grandeza de España, país capaz de combinar unidad, y diversidad, empezando por la lingüística. También lo fueron, por la misma época, el valenciano Sorolla en sus visiones de la península para la Hispanic Society neoyorquina, o compositores catalanes como Albéniz en su «Iberia» o Granados en sus «Danzas españolas», o su paisano el pintor-escritor Santiago Rusiñol en sus «Jardines de España». El andaluz Falla, por su parte, dejó inacabada su»Atlántida», a partir de Jacinto Verdaguer, que terminaría el madrileño Ernesto Halffter. Culturalmente, no se entiende a España sin Cataluña, pero tampoco a Cataluña sin España.

Me quedé helado cuando hace cosa de tres lustros, le escuché a un político convergente, ya fallecido, decir que para él Cervantes, Góngora o Velázquez eran cultura general, cultura «no suya». En lugar de considerar una suerte el poseer dos lenguas, se empeñaba en autoexcluirse deliberadamente de esa riqueza, obviando además el hecho de que tantos escritores catalanes hayan sido bilingües, de Eugenio d’Ors a Gimferrer, pasando por Pla o Perucho. Claro que la policía literaria ya se encargaba de repartir sambenitos. A Pla, por ejemplo, muchos en su tierra lo aceptaban sólo a regañadientes.

A diferencia de aquel político, Tàpies estuvo siempre profundamente interesado por la cultura española. Lo recuerdo enseñándome, en su extraordinaria biblioteca, un cancionero español impreso en Amberes en el XVI: «¡Para que digan que no me interesa España!» También recuerdo su obsesión por el «Perro ahogándose» de Goya, compartida con su amigo Antonio Saura. La Barcelona de Gaudí: un espacio clave para la formación del andaluz Picasso o del aragonés Gargallo. Rusiñol y Casas les habían mostrado el camino de París, ciudad clave para los compositores antes aludidos. París cosmopolita, antídoto contra la política de campanario. Fue una revista modernista barcelonesa, «Luz», la que publicó por entregas «La España negra», de Regoyos. El diálogo peninsular es ejemplar entre Unamuno y Maragall, entre Rusiñol y Juan Ramón Jiménez. Luego vendrían el noucentisme, las vanguardias: Sunyer, el escultor Manolo, Carner y sus Fruits saborosos, Miró, Dalí, Salvat-Papasseit, Foix... Todos ellos mantuvieron relaciones estrechas con sus colegas del resto de España: recordemos el paso de Dalí por la Residencia de Estudiantes madrileña; la relación de su amigo García Lorca, que adoraba Barcelona, con el grupo de «L’Amic de les Arts» de Sitges; las páginas catalanas de la «Gaceta Literaria» madrileña; y lo mucho que sobre Madrid escribieron Sagarra o Pla.

En plena guerra civil, en 1937, en el pabellón republicano en la Exposición de París, obra de un futuro harvardiano, el «gatepaco» catalán Josep-Lluís Sert, y de un futuro moscovita, el madrileño Lacasa, coexistieron obras de catalanes como Miró y Julio González con otras de Picasso, Alberto o Renau.... Significativa la presencia, entre los grandes de la edición argentina, de exiliados catalanes como López Llausás (Sudamericana) o Merlí (Poseidón).

En la trabajosa reconstrucción de la modernidad tras la guerra civil y durante la dictadura franquista, Barcelona contó con grandes revistas: «Algol», «Ariel», «Dau al Set», «Destino», «Laye», «Revista...». El resto de España aprende a amar la pintura de Tàpies o Ràfols o Valls, la escultura de Villèlia, la poesía de Espriu o Brossa o el malogrado Màrius Torres, el piano de Mompou (¡su «Música callada» sobre San Juan de la Cruz!), la narrativa de Mercè Rodoreda, la fotografía barcelonesa (Catalá Roca, Pomés, Miserachs, Masats, Colom, cómplices de los escritores, y enamorados de los caminos de España...), la arquitectura de Coderch o Bohigas, el cine de Portabella, la erudición de Martín de Riquer sobre los trovadores o sobre «Tirant lo Blanc», la crítica de Masoliver o Castellet, el diseño de Giralt Miracle, la «nova cançó», Tuset Street... Se reanuda el diálogo penínsular, al más alto nivel: Riba y Ridruejo, Maurici Serrahima y Julián Marías. Barcelona, ciudad cosmopolita –adjetivo-antídoto, insisto–, comparte con París la capitalidad del boom latinoamericano. Es también la capital editorial hispánica: Destino, Plaza y Janés, Planeta, Seix Barral, Lumen, Tusquets, Anagrama... Hoy cuestionados por la policía literaria, Carmen Laforet, Luis Romero, Cirlot, los hermanos Goytisolo, Barral, Gil de Biedma, Candel, Marsé, Vázquez Montalbán, Azúa, Mendoza, Vila Matas, eligen el español como lengua literaria, a mayor gloria de Barcelona, principal destino por cierto de turismo idiomático para los extranjeros que quieren aprender el idioma de Cervantes...

Es triste y terrible que hoy se pretenda dinamitar los puentes entre dos idiomas que de siempre han coexistido. Es triste y terrible ser testigos de la sensación de desamparo que la deriva soberanista provoca en aquellos catalanes que se sienten también españoles. Y es triste y terrible, también, comprobar que existen creadores catalanes relevantes que renuncian a esa tradición, participando de políticas de odio.