Alfredo Semprún
Chipre: nunca hay que dejar los explosivos al sol
Evangelos Florakis, jefe de la Guardia Nacional chipriota, debía de ser un tipo simpático y popular, y su muerte trágica, a los 59 años, en un accidente de helicóptero, conmocionó a la isla. De ahí que el Gobierno de Nicosia decidiera rebautizar con su nombre, en 2002, la principal base naval del país. No es que a Chipre adolezca de bases navales; de hecho, están las inglesas de Acrotiri y Dhekelia, especie de «gribaltares» que responden únicamente a la soberanía británica y que ocupan el 3 por ciento de la extensión del pequeño país, con 13.500 habitantes. Herencias de la descolonización, que dejó un mosaico de país en un territorio del tamaño de la provincia de Lugo. Pero a lo que vamos. En enero de 2009, la US NAVY interceptó un mercante de bandera chipriota, el «V Monchegorsk», que transportaba armas y explosivos a Siria, procedentes de Irán. Los gringos sospechaban que el cargamento podía acabar en manos de los fundamentalistas libaneses de Hizbulá y, además, incumplía el embargo impuesto a Teherán. A los chipriotas el asunto les venía fatal, entre otras cosas, porque Siria era un buen vecino y socio comercial y, además, el barco era de propiedad rusa. Es el problema de prestar tu bandera como pabellón de conveniencia: se gana dinero, pero te comes los marrones derivados. El «Monchegorsk» acabó en el apostadero de «Evangelos Florakis», pese a que la cercana base británica de Acrotiri disponía de mejores y más seguras instalaciones. Por supuesto, los sirios pusieron el grito en el cielo y los chipriotas decidieron desembarcar los explosivos y almacenarlos hasta ver cómo se desarrollaban las cosas. Así, 24 grandes contenedores repletos de pólvora y TNT estuvieron más de dos años y medio al aire libre, bajo el sol de justicia de los veranos mediterráneos. Durante ese tiempo, de vez en cuando, estallaban discusiones sobre el destino final del cargamento y otros socios europeos, como Alemania, se ofrecieron a Nicosia para ayudar a su destrucción. Pero el factor sirio parecía incontorneable. Por fin, el 11 de julio de 2001, hartos de sol, los contenedores estallaron en una larga sucesión. Murieron 13 personas, entre ellas el jefe de la base chipriota y el comandante de la Armada; cinco bomberos y varios soldados. Hubo un centenar de heridos y, lo que traería muy malas consecuencias, quedó arrasada la central eléctrica de Wasilikos, que proporcionaba la mitad de la energía de la isla. Fue lo que, profeta en su tierra, calificó de «desastre bíblico» el presidente de Chipre. Aunque no hay cifras exactas, la destrucción de la central provocó unas pérdidas próximas al 10 por ciento del PIB chipriota, en un momento clave para su economía, porque Chipre hacía equilibrios en el alambre con el sistema financiero. Por un lado, captaba capital a base de ofrecer altos intereses; intereses que cubría con inversiones en deuda soberana griega y con operaciones casi usurarias en países como Ucrania. Todo ello adobado, por supuesto, con un poquito de ladrillo. Fue una combinación letal que, ahora, se revela en toda su extensión. Parte de la factura de la central eléctrica se pagó con un préstamo ruso, país que, desde la Guerra Fría, siempre ha tenido una complicada relación con la isla. Los grecochipriotas, atrapados desde su independencia de Gran Bretaña (1960) por el conflicto greco-turco y el enfrentamiento este-oeste, ya habían intentado jugar la carta rusa a principios de los años 70 del pasado siglo. El arzobispo Makarios, jefe de Gobierno, tonteó con el Moscú soviético y los «no alineados» y consiguió que los coroneles griegos apoyaran un golpe de Estado pro-heleno, es decir, pro-OTAN, que, a su vez, provocó la invasión turca del norte de la isla. Era 1974 y aún hoy las familias de las dos zonas, griega y turca, siguen buscando a los dos millares de desaparecidos que trajo el conflicto, junto con la división de la isla. Desde entonces, Moscú siempre ha tratado con precaución el dossier chipriota. Hoy, igual que ayer, los rusos prefieren esperar y ver. Chipre tiene una posición geográfica demasiado estratégica para andar jugando.
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