José Jiménez Lozano
Como en una almoneda
He visto, hace no mucho, en una especie de «show» televisivo, pisar una corona real, luego un casco de policía y por fin una bota elegante de mujer, como divertimento, y en medio de una gran algarabía. Me pareció estar asistiendo a la rifa de la corona imperial de los Habsburgo en una taberna vienesa, que se relata en «El busto del Emperador» de Joseph Roth. Era el mismo siniestro espectáculo, y también llevaba consigo el mismo significado de la autoridad y todo otro antiguo valor envilecidos. Y, desde luego, esto es lo que está en este momento, en los pensares de miles de gentes: un clima del tiempo de los escupitajos también para la razón, afirmando por ejemplo, como lo hizo el señor Lenin, que veintisiete pueden ser más que veintiocho, si eso iba en el sentido de la historia y, desde luego, ya se sabía quiénes definían ésta y habían tomado posesión de ella.
Pero es que, en realidad, al margen de aquel espectáculo de la rifa de la Corona austríaca, en medio de una carnavalada muy vulgar, a veces parece que hemos asistido ya a una especie de almoneda de lo que durante siglos se entendió por Europa y España, y que ésta parece estar deslizándose hasta el borde de su disolución.
Y sus causas no están en un asunto como el de la corrupción política, ni en crisis económicas, porque éstas son realidades perfectamente superables, si la ley existe y no aparecen los síntomas mortales de anomia moral, intelectual, y cultural que es, ciertamente, algo más importante y terrible que una cuestión política. Ya en Europa hay grupos pensantes y sufrientes que han manifestado su poca esperanza para la razón y la gran cultura, y miran hacia otros continentes, un poco o un mucho como el viejo Dr. Albert Schweitzer, médico, teólogo, y gran intérprete de Bach, abandonó Europa el Viernes Santo de 1913, «familiarizado con el miedo, el odio y la falta de fe disfrazada de religiosidad que impregnan el continente». Pero esto lo decía Schweitzer cuando todavía Europa no había renegado tan explícita y altaneramente de su cultura del pasado; pero ahora esa Europa y singularmente España no son sino vergonzantes renegadas de sí mismas. Y, en esta última, parece haberse inaugurado la almoneda de la tolerancia que no es soportar cualquier cosa, sino soportar la diferencia del otro como él soporta la mía, y que ya parece tan raro, aunque realmente nos vaya nuestra propia subsistencia en ello.
En un tiempo fuimos un caso muy señalado de tolerancia a la bizantina en Europa, es decir de una tolerancia que no era una noción abstracta, sino resultado de una convivencia cotidiana, con sus esquinamientos incluidos. Esta convivencia se rompió, y del asunto de las castas se pasó al asunto de las ideologías, que también determinaban quién es o no es español a parte entera, pero, en nuestros tiempos, casi dos siglos de una triste España escindida en dos cariátides de odio, y su choque cainita, parecían ya superados definitivamente, como el triunfo de la racionalidad y el buen sentido. Y, desde luego, la famosa reconciliación de 1978, y los tranquilos tiempos que trajo parecían haber triunfado para siempre, y paseamos los estandartes de nuestro entendimiento por el mundo entero, pero ésta es la hora en que parece que las costuras de una Constitución y la normalidad de un vivir civilizado se nos tornan intolerables llagas por falta de costumbre histórica, y echamos de menos las contundencias, las broncas, la ignorancia, la hosquedad y la violencia, la estupidez y los mesianismos y sueños del País de Jauja. Y entonces ocurre que somos como los romanos, de quienes hablaba el rey Teodorico, que parecían cansados de su bienestar, y querían jugar a ser bárbaros, mientras que los bárbaros inteligentes decididamente buscaban ser romanos. Es tragicómico.
Y es que, ¿haríamos ahora almoneda de la razón y la inteligencia, que son las que pueden evitarnos volver a la intolerancia y las simplezas? Lo parece.
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