Antonio Cañizares
Defender y proteger la democracia
Volvemos, tras los días pasados de la Navidad y de la Epifanía, o fiesta de los Reyes Magos volvemos a la vida diaria con sus problemas, sus incertidumbres y los buenos deseos. Voy a comenzar esta normalidad refiriéndome a un hecho que vamos a conmemorar este año: el 40 aniversario de la Constitución Española, obra de todos los españoles y de modo particular de nuestro gran Rey, D. Juan Carlos I, que la refrendó. Es la Constitución de la verdadera democracia, que siempre hemos de cuidar y no deteriorar, en modo alguno ni un ápice. Por esto, comienzo con la siguiente afirmación: para que haya verdadera democracia se ha de respetar el derecho de libertad religiosa, que es un derecho humano fundamental previo o anterior a cualquier sistema democrático.
Con cierta frecuencia aparecen en la opinión pública y en hechos concretos, manifestaciones que pretenden cercenar el derecho a la libertad religiosa o el reducirlo a unos límites que lo desfiguran por completo. Así sucede en algunas manifestaciones respecto a la enseñanza religiosa escolar o a la escuela confesional, a las posiciones de la Iglesia en materia moral, o a la capacidad de la Iglesia para evangelizar o a tradiciones de total arraigo en las raíces identitarias de nuestro pueblo que se pretende eliminar. Con todos mis respetos, pero también con toda firmeza es preciso denunciar que algunas de estas manifestaciones, más allá de la legítima libertad de opinión y expresión, están poniendo de relieve, además de una ignorancia de la naturaleza del hecho religioso y de la identidad de la Iglesia y su misión, una no aceptación con la amplitud que requiere del derecho a la libertad religiosa, sin el que no hay democracia, y en cuya negación o cercenamiento se está poniendo en peligro y constituye una verdadera amenaza para nuestra democracia.
Base y fundamento de la democracia es la salvaguardia del derecho de libertad religiosa. Entre las libertades, cuyo ejercicio garantiza la democracia, la religiosa es fundamental. Es principio y fundamento de la misma y base sobre la que se han de asentar las relaciones entre una confesión religiosa y el Estado, entre la Iglesia y el Estado, entre el estado y la sociedad. A veces se observa en nuestra sociedad, en el funcionamiento real de la misma el riesgo de absorción en la política de la misma inquietud religiosa que habita en el corazón de todo hombre. Todo lo que impida o ponga en peligro el reconocimiento real de este derecho de libertad religiosa es desfigurar y destruir la democracia, que se asienta sobre derechos humanos fundamentales. La suerte política y jurídica de todo el conjunto de los derechos fundamentales está indisolublemente vinculada al derecho a la libertad religiosa, siempre prioritaria. Una democracia sana y verdadera necesita del reconocimiento de este derecho como derecho fundamental de todas y cada una de las personas en el plano individual y como derecho social.
Reconocimiento que habrá de ser cuidadosamente regulado, ya está regulado, de hecho, tanto por el carácter tan central y tan íntimo de la realidad antropológica a la que se refiere el sagrario de la conciencia, centro de la personalidad del hombre cuanto por la gravedad de los daños que se pueden seguir de su abuso, como pone de manifiesto el caso de algunas sectas. En este sentido es importante el que haya una regulación jurídica, pero esta es insuficiente cuando no se arbitran los medios para el reconocimiento real y efectivo de todo lo que implica este derecho fundamental.
El reconocimiento pleno, y subrayo pleno, del verdadero ámbito de lo religioso es completamente vital para una adecuada y fecunda presencia de la Iglesia en la sociedad. Lo religioso va más allá de los actos típicos de la predicación y del culto; repercute y se expresa por su propia naturaleza en la vivencia moral y humana que se hace efectiva en los campos de la educación, del servicio y compromiso sociales, del matrimonio y de la cultura, del respeto a las tradiciones. Todo ello presupone una aceptación, no recortada jurídicamente y tutelada suficientemente, de su significación pública. (Aquí se abre un amplio campo de cooperación de la Iglesia con todos los grupos sociales y, especialmente, con el Estado en la gran tarea común de servicio al hombre, sobre todo al más necesitado).
Conviene recordar aquí unas palabras del Papa San Juan Pablo II en su último viaje a España. En Huelva decía que «no podemos seguir manteniendo una situación en la que la fe y la moral cristianas se arrinconan en el ámbito de la más estricta privacidad, quedando así mutilada de toda influencia de la vida social y pública». Y en la consagración de la Catedral de Nuestra Señora de la Almudena de Madrid añadía: «En una sociedad pluralista como la vuestra, se hace necesaria una mayor y más incisiva presencia católica, individual y asociada, en los diversos campos de la vida pública. Es por ello inaceptable, como contrario al Evangelio, la pretensión de reducir la religión al ámbito estrictamente privado, olvidando paradójicamente la dimensión esencialmente pública y social de la persona humana». Esto no supone volver a un neoconfesionalismo, resucitar ningún tipo de cristiandad, ni revivir ningún sueño de Compostela. Se trata sencillamente de vivir en libertad lo que significa ser cristiano y transparentarlo que es la vida nueva en todas sus dimensiones cuando se acepta a Jesucristo. Se trata, como corresponde a nuestra responsabilidad ante Dios y ante la sociedad, de «hacer presente y operante la luz del Evangelio en el mundo profesional, social, económico, cultural y político, aportando a la convivencia social unos valores que, precisamente por ser genuinamente cristianos, son verdadera y radicalmente humanos» ( Juan Pablo II) .
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