Represión en Venezuela
Del buen salvaje al buen revolucionario
Denunciando las falsificaciones del nacionalismo, del indigenismo, del victimismo tercermundista y del utopismo revolucionario, el venezolano Carlos Rangel publicó hace 40 años el libro más políticamente incorrecto del pensamiento latinoamericano
Armando Reverón, el más original de los pintores venezolanos modernos, era el tema de un artículo que el periodista Carlos Rangel, entonces popular personalidad televisiva del país sudamericano, publicaba el 3 de septiembre de 1979 en el diario El Universal. Sobre la estrambótica figura del artista –el loco de Macuto, huraño, barbudo, harapiento– se había extendido una visión que buscaba presentar su obra como el producto de un genio telúrico, una emanación de la naturaleza tropical que nada debía al contacto con la cultura. Descubierto por la crítica, que había revelado no sólo el origen burgués de Reverón, sino su educación formal en la madrileña Academia de Bellas Artes de San Fernando, y luego su relación en París con los impresionistas, se preguntaba Rangel si se le podía seguir considerando un «artista nacional». La conclusión que el artículo propone cifra la aproximación de su autor a la cuestión latinoamericana: «Tal vez lo que ocurre, sencillamente, es que nuestra Venezuela es esencialmente [parte] de Occidente».
Esta relación de pertenencia o de identidad vale también para contextualizar la premisa de la que parte todo el desarrollo argumental de «Del buen salvaje al buen revolucionario», el libro de cuya publicación se cumplen ahora 40 años, y en el que Rangel desafió todos los dogmas que se mantenían incontestablemente arraigados en el pensamiento latinoamericano al amparo de los cultos nacionalistas, de la Teoría de la dependencia y del indigenismo marxista: «Los mitos fundamentales de América no son en absoluto americanos. Son mitos creados por la imaginación europea, o que vienen de más lejos aún, de la antigüedad judeohelénica y asiática, y van a ser reformulados por los europeos maravillados de haber descubierto un Nuevo Mundo».
El texto de Rangel, prohibido en algunos países y condenado a la hoguera en las facultades de ciencias políticas en las que se veneraba a Sandino y a Fidel Castro, buscaba ahondar en el origen de aquellos mitos que habían edificado en América Latina un «orden transvalorado», para usar el término acuñado por Nietzsche en La genealogía de la moral. Y, como el filósofo de Röcken, Rangel concedía, en sus explicaciones, un lugar preeminente al resentimiento. Rangel exponía su tesis en estos términos: «...los latinoamericanos somos a la vez descendientes de los conquistadores y del pueblo conquistado, de los amos y de los esclavos, de los raptores y de las mujeres violadas. El mito del buen salvaje nos concierne personalmente, es a la vez nuestro orgullo y nuestra vergüenza».
Análogamente, Rangel establece una asociación morbosa entre el desasosiego que produce la propia condición y el deseo, por lo mismo, de enajenarse de sí y sustituirse por identidades ideales. Afirma que «en la extremidad de nuestra frustración y de nuestra irracionalidad, llegaremos a no admitir otra filiación, y aun hijos o nietos de inmigrantes europeos muy recientes, seremos tupamaros...». Pero, según el presupuesto de que América «es esencialmente Occidente», resultaba inevitable que los «mitos creados por la imaginación europea» se convirtieran en algún momento en mitos «de América». Ese momento fue, para Rangel, la guerra de independencia contra España.
Esta tesis suponía un desmentido a la historiografía canónica de Hispanoamérica, cuya visión presentaba una oposición esencialista entre la tiranía y la libertad, entre imperialistas y patriotas, entre opresores y libertadores. Como decía Rangel, se trataba de una historia escrita a modo de auto sacramental, como combate entre «buenos y malos, fuerzas e individuos progresistas y fuerzas e individuos reaccionarios», y a cuyo término esperaba, a modo de recompensa, «la salvación».
Es, no obstante, al marxismo a lo que Rangel atribuye especialmente esa perspectiva sobre la historia. No son pocas las páginas de su obra dedicadas a diseccionar aquel sistema de pensamiento. Admirado de la forma en que esta doctrina se constituyó en el plan director de un modelo de Estado llevado a la práctica, el venezolano atribuye su éxito a la pretensión cientificista por la que se promovía como explicación del hombre y del mundo en un momento en el que la metafísica parecía acorralada por el racionalismo. Por otra parte, Rangel concede a Marx una significación filosófica histórica, a título sobre todo de maestro de la sospecha, según la conocida expresión de Ricoeur. Sin embargo, la crítica de fondo de Rangel al pensamiento de Marx se basa en la falta de sospecha, podría decirse, del pensador de Tréveris respecto de su propia sospecha. Pues dice Rangel: «Marx no se preocupó, no se interrogó y, por lo mismo, no tiene respuesta para el problema central de la política: la fascinación del poder y su capacidad para corromper a quienes lo detentan, así como la tendencia a la sumisión, que le va aparejada».
Para el venezolano, existe un repertorio muy anterior a Marx (desde el mito de las edades, recogido por Hesíodo, hasta las utopías renacentistas) puesto a la disposición de aquello que verdaderamente fustiga: un complejo antisocial que, para el caso de América Latina, tiene también una larga historia vinculada a su génesis y a su formación, y que al amparo de aquel discurso ha sabido dar argumento a un mal que ha pasado a ser crónico. En la visión de Rangel, el marxismo ha sido heredero de tales mitologías en la medida en que ha heredado, también, el resentimiento que tras ellas se refugiaba. Aún más: es esto último lo que incorpora con programa propio una ideología que, por lo demás –y así lo reconoce Rangel– ha sido en la región mucho más de cuño leninista. E incluso cuando el modelo económico y la configuración institucional sean un claro desmentido a los propósitos revolucionarios, éstos se siguen invocando como eterna promesa, vendiendo la idea de que para la edificación del futuro sólo basta con dar el voto al líder providencial que ha de venir a cumplirla.
Rangel se descerrajó un tiro letal en 1988. La caída del comunismo soviético, poco después, reconcilió sus denuncias con la opinión ambiental, pero hizo al mismo tiempo que se las considerara de un alarmismo inútil: el «fin de la historia» había llegado y ya no tenía sentido exorcizar la conciencia latinoamericana para evitar males que se creían definitivamente conjurados. Diez años después de la muerte de Rangel, el teniente coronel Hugo Chávez ganaba sus primeras elecciones en la patria del autor, agitando el fantasma de Bolívar, el combate contra el imperialismo y la venganza de las clases oprimidas.
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