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La Razón
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El fenómeno conocido en la teoría política como «populismo», tan en boga en nuestro tiempo, es multiforme y discutido. En lo que parecen coincidir todas las teorías y la práctica política es en que el propio término suele poseer cierta connotación peyorativa y en que ningún partido o grupo de influencia suele aceptar ser definido bien de su grado como populista. Y ello pese a algunas recientes reivindicaciones y a pesar de que conoce éxitos inusitados en Europa y las Américas, tanto a la derecha como a la izquierda del arco político. El populismo se suele concebir como una tendencia política, con una ideología más bien indefinida, que lanza continuas apelaciones a un Pueblo, en mayúscula esencialista, contraponiendo sus virtudes y nobleza con una suerte de elite que detenta el poder político y económico y que quiere privar a ese genuino «demos» (o «populus», según el étimo latino del que procede el vocablo) de sus derechos, identidad y opinión. También suele definir al populismo, además de esa mezcla ideológica indefinida, que sus partidarios se consideran los auténticos miembros del Pueblo, en una peligrosa dialéctica de enemistad que tiende a excluir al adversario (y sus razones) de la esfera pública común. Está hoy de moda esta tendencia política pero tiene antiguas raíces en la historia europea y se puede retrotraer al mundo clásico: en concreto, las tensiones políticas y sociales entre la aparición de la democracia antigua y su violento final puede que sean testimonios de una primera forma de manipulación o adulación de las masas populares para alcanzar cotas de poder inusitadas.

En la Grecia arcaica tal vez se pueda hablar ya de cierto populismo en el fenómeno de la tiranía que se dio en diversas ciudades. «Tyrannos», una palabra prehelénica que en principio no tenía connotaciones negativas, designaba a una serie de personajes que se aupaban al poder en medio de las discordias civiles de la época. Aristóteles afirma que «el tirano sale del pueblo y de la masa contra los elementos destacados» y que se genera a partir de la adulación del demos, con ataques furibundos a la clase económica más acomodada. Otras tiranías, al parecer, surgen de reyes o magistrados que rebasan el mandato constitucional y se establecen como una suerte de monarquías. Ambos tipos de tiranía abundarán en el recurso a la fuerza –por ejemplo, Pisístrato y sus hijos en Atenas y su guardia de corps–, pero nos interesa especialmente la tiranía con base popular, como la del mencionado Pisístrato, la de Cípselo de Corinto o la de Dionisio de Siracusa. La segunda clase de tiranía es más claramente una variante de gobierno aristocrático devenido poder unipersonal, aunque se puede subrayar que los tiranos, pese a su tirón popular, serán por lo general personas de alta extracción social. Como en el caso de Polícrates de Samos y otros muchos, los tiranos recibirán la alabanza de las fuentes antiguas por sus políticas benefactoras del pueblo, por su fomento de las bellas artes y por rodearse de artistas, filósofos y científicos.

Posteriormente, algunos líderes de la Atenas democrática, como Efialtes, que preconizaba una democracia radical, o el propio Pericles en ciertas medidas electorales, pueden también estudiarse desde el punto de vista del populismo. El atractivo popular de ciertas personalidades políticas, paradójicamente de estirpe aristocrática, como Alcibíades o el propio Pericles, bien parecidas y de verbo fácil y propuestas arrebatadoras, arrojará más sombras que luces sobre el sistema político ateniense. Un caso palmario es el de los demagogos, versados en la tradición retórica de la sofística, que causan sensación en la escena política con un cierto relativismo moral. En una ciudad que había puesto el énfasis en la acción asamblearia, las enseñanzas sofísticas hicieron surgir personajes con pocos escrúpulos que se ganaron el apoyo de las masas apelando a las pasiones y usando argucias retóricas. Éstos son los demagogos, que, como Cleón, ridiculizará el comedriógrafo Aristófanes y a los que los historiadores antiguos atribuyen los desastres políticos de Atenas durante la guerra del Peloponeso. Los demagogos llevaron al pueblo a tomar decisiones radicales y, a la postre, crueles o desastrosas. Cuenta Tucídides que así sucedió, por ejemplo, en 427 a.C., en plena Guerra del Peloponeso, cuando la facción más dura convenció al demos para que se exterminara a toda la población de Mitilene, que se había rebelado contra el dominio de Atenas, «pero al día siguiente, pensando más sobre ello, muchos se arrepintieron de lo que habían acordado». La cosa no era nueva y la Asamblea estaba sujeta a influencias nunca exentas de demagogia, como el caso que desencadenó las Guerras Médicas y que refiere Heródoto: con una serie de argumentos peregrinos Aristágoras de Mileto convenció a la Asamblea, tras fracasar en Esparta, de que se prestara ayuda contra los persas. «Parece que resulta más fácil engañar a muchas personas que a un solo individuo, si tenemos en cuenta que Aristágoras no pudo engañar a una sola persona –al rey espartano Cleómenes–, y en cambio logró hacerlo con treinta mil atenienses». La tentación de manipular a las masas apelando al populismo y a la propaganda más básica ha sido una constante en la historia antigua, especialmente en momentos de crisis en los que la democracia ateniense se tambaleaba a causa de conflictos internos o externos. Son modelos que han perdurado hasta nuestros días y de los que se pueden extraer lecciones históricas no carentes de interés para la política actual.