Joaquín Marco

El mundo es un pañuelo

La Razón
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A menudo no somos conscientes de que habitamos el planeta de una de las casi infinitas galaxias de uno de los incontables universos. Este planeta azul que observan los astronautas resulta insignificante a ojos de los astrónomos que, gracias a los avances tecnológicos, alcanzan ya la frontera temporal del Big Bang. Tal vez no falte tanto tiempo para que los ecologistas, que observamos todavía con recelo y desdén, pasen a ocupar el primer plano y la globalización, que hoy se confunde con el capitalismo transnacional, se convierta en supervivencia. Mientras tanto, seguimos manteniendo la vieja idea de que vivimos en un pañuelo y hasta llegamos a considerar que este pañuelito español resulta excesivo y hay quienes prefieren trocearlo. Sin embargo, en tanto nos enzarzamos en maniobras de corto alcance el planeta está transformándose. Siempre lo ha estado, incluso cuando triunfaron los colonialismos europeos en los Continentes africano o asiático. Hace ya algunos años que los EE.UU., que eran más potencia dominante que hoy, comenzaron a mirar hacia Asia. Había desaparecido la amenaza de un comunismo, que entendía poéticamente que un fantasma recorría el mundo, y los estadounidenses dejaron casi de interesarse por sus, en teoría, hermanos del Centro y del Sur de su Continente. Habían estrechado sus relaciones con Europa gracias a la II Guerra Mundial y a la guerra fría, pero la Europa postcolonial, pese a los vientos favorables, entró en una doble decadencia, demográfica e ideológica. Los países emergentes estaban en Asia y Rusia no dejaba de ser un aliado incómodo. Y, en efecto, Putin parece añorar todavía tiempos pasados en los que la Unión Soviética ejercía de contrapeso en el orbe. Pero los cambios y los problemas de hoy parecen dirigirse a otras direcciones. Obama ha llegado ya a un acuerdo, tras cinco años de negociaciones, denominado Asociación Transpacífica (TPP) que supone el 40% del comercio mundial. Participarían, si consigue superar las difíciles barreras parlamentarias, además de los EE.UU. Japón, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Singapur, Vietnam, Malasia, Brunei y países latinoamericanos como Chile, Perú y México. Si alguien podía dudar de las intenciones geopolíticas del tratado, el presidente estadounidense lo dejó muy claro: «Teniendo en cuenta que más del 95% de nuestros clientes potenciales viven fuera de nuestras fronteras no podíamos permitir que países como China escriban las reglas de nuestra economía» y para intentar vencer algunas resistencias añadía : «Nosotros deberíamos escribir las reglas, abriendo nuevos mercados para los productos americanos al tiempo que elevamos los estándares para proteger a los trabajadores y preservar el medio ambiente». Pero el mero anuncio del tratado ha levantado suspicacias hasta el punto que Hillary Clinton se ha manifestado en su contra. Temen los sindicatos estadounidenses que el nivel de vida de los trabajadores se vea afectado y las clases medias observan con recelo el desplazamiento del centro de gravedad comercial de tan distinta mentalidad. Queda pendiente también otro Tratado parecido con la Unión Europea de largo trámite, con países siempre reticentes. Se trata principalmente de frenar el crecimiento económico y comercial chino que va penetrando no sólo en la zona del Pacífico, sino también en África, rica en recursos naturales y posible e imprescindible granero en un inmediato futuro. Pero la infiltración china, pese a la relativa disminución de su crecimiento, se advierte asimismo con claridad en Europa y hasta en España. Resta al margen un subcontinente silencioso formado por la India y Pakistán que en escasos decenios superarán la población actual china. El reciente escándalo de la empresa Volkswagen ha venido a demostrar las debilidades del gigante alemán y la globalización de los efectos de las grandes compañías internacionales, auténticos imperios. Alemania, cabeza de la Unión, es el ejemplo de una Europa que no alcanza a adecuarse entre los grandes bloques y parece desdeñar, desde una perspectiva ecológica, un planeta castigado por la avaricia. Dejaremos a nuestra descendencia un mundo en contradicción con el crecimiento. Europa que, tras la pésima experiencia de las guerras de Irak y Afganistán, favoreció las llamadas «primaveras árabes» ahora no sabe cómo resolver las migraciones que se producen desde los países donde los signos de aquella primavera se han transformado en brutales y complejas guerras tribales y religiosas. Alemania y la Unión se ven obligadas a solicitar la ayuda de una Turquía que abandonó la senda democrática, pero que puede frenar, tal vez gracias a ello, la emigración siria, libia, eritrea y africana. Se ha entendido como puerta de acceso a una Europa a la defensiva que se conforma con observar nostálgicamente su pasado. Parece que vivamos tiempos acelerados. Pero esta sensación la tuvieron también quienes nos precedieron. Gracias a los indiscutibles avances científicos podemos intuir ahora el futuro con mayor claridad. ¿Puede defenderse, ante los grandes cambios que se vislumbran, cualquier nacionalismo? El mundo sigue siendo un pañuelo, sí, pero cada vez más sucio y arrugado.