Antonio Cañizares
Epifanía del Señor
La semana pasada, concretamente, el día 6 celebramos la fiesta de la Epifanía del Señor, esto es, la fiesta de los Reyes Magos. Un día «mágico» para muchos niños para otros, seguramente habrá sido un agravamiento en su tristeza. Día de cabalgatas, de trajes exóticos y vistosos... Pero que ocultan sin duda lo que celebramos. En el corazón de los Magos ardía una pregunta: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?». Su búsqueda era el motivo por el cual emprendieron un largo viaje hasta Jerusalén. Por eso soportaron fatigas y sacrificios, sin ceder al desaliento y a la tentación de volver atrás. Esta era la única pregunta que hacían cuando estaban cerca de la meta. También nosotros, también los hombres de hoy, si bien de forma diversa, sentimos en el corazón, la misma o parecida pregunta que inducía a los hombres de Oriente a ponerse en camino. Es cierto que hoy ya no buscamos a un rey; pero estamos preocupados por la situación del mundo y nos preguntamos: ¿Dónde encuentro los criterios para mi vida, los criterios para colaborar de modo responsable en la edificación del presente y del futuro de nuestro mundo, para hacer posible una humanidad nueva? ¿De quién puedo fiarme? ¿A quién confiarme? ¿Dónde está el que puede dar respuesta satisfactoria a los anhelos del corazón? Plantearse dichas cuestiones significa reconocer, ante todo, que el camino no termina hasta que se ha encontrado a Aquel que tiene el poder de instaurar el Reino universal de justicia y de paz, al que los hombres aspiran, aunque no sepan construir ese Reino por sí solos. Hacerse esta pregunta significa además buscar a Alguien que ni se engaña ni puede engañar, y que por eso es capaz de ofrecer una certidumbre tan firme que merece la pena vivir por ella.
Ese Alguien, con claridad y gozo, con sumo respeto a todos, digámoslo los que hemos tenido la gracia de conocerlo es Jesús, el Salvador de los hombres, el Niño que está con su madre, María, al que encontraron los Magos en la casa, y al que cayendo de rodillas adoraron. Ese rey que buscaban es el Mesías que esperaba Israel, es decir, el Salvador que todos los hombres, también los de nuestro tiempo, buscan y esperan, aunque parezca lo contrario o aunque pase desapercibido.
Pero, «¿tiene todavía valor y sentido un ‘‘Salvador’’ para el hombre del tercer milenio? ¿Es aún necesario un ‘‘Salvador’’ para el hombre que ha alcanzado la Luna y Marte, y se dispone a conquistar el universo; para el hombre que investiga sin límites los secretos de la naturaleza y logra descifrar hasta los fascinantes códigos del genoma humano?... Este hombre del siglo veintiuno, artífice autosuficiente y seguro de la propia suerte, se presenta como productor entusiasta de éxitos indiscutibles. Le parece, pero no es así. Se muere todavía de hambre y de sed, de enfermedad y de pobreza en este tiempo de abundancia y de consumismo desenfrenado. Todavía hay quienes están esclavizados, explotados y ofendidos en su dignidad, quienes son víctimas del odio racial y religioso, y se ven impedidos a profesar libremente su fe por intolerancias y discriminaciones, por injerencias políticas y coacciones físicas o morales. Hay quienes ven su cuerpo y el de los propios seres queridos, especialmente niños, destrozado por el uso de las armas, por el terrorismo o por cualquier tipo de violencia en una época en que se invoca y proclama por doquier el progreso, la solidaridad y la paz para todos. ¿Qué se puede decir de quienes, sin esperanza, se ven obligados a dejar su casa y su patria para buscar en otros lugares condiciones de vida dignas del hombre? ¿Qué se puede hacer para ayudar a los que, engañados por fáciles profetas de felicidad, a los que son frágiles en sus relaciones e incapaces de asumir responsabilidades estables ante su presente y ante su futuro, se encaminan por el túnel de la soledad y andan frecuentemente esclavizados por el alcohol y la droga? ¿Qué se puede pensar de quien elige la muerte creyendo que ensalza la vida? ¿Cómo no darse cuenta de que, precisamente desde el fondo de esta humanidad placentera, surge una desgarradora petición de ayuda?» (Benedicto XVI).
Precisamente, en la celebración de la Epifanía, se nos ha ofrecido la respuesta, la luz verdadera que alumbra a todo hombre que viene a este mundo, la Luz a la que apunta esa estrella, tantos signos que nos hacen mirar al futuro de luz y buscar esa luz que sea respuesta y salvación para los anhelos más hondos de amor y de verdad, de felicidad y libertad, de esperanza y de plenitud. Esa Luz es Jesucristo. Nunca nos cansaremos de repetir y de apuntar las miradas hacia Él y de señalar los caminos que nos conducen hacia Él. Es lo que vemos en los Magos de Oriente: en su búsqueda, en su decisión de ponerse en camino, en su caminar, en sus preguntas, en su llegar hasta el encuentro en esa casa donde se encuentra Cristo: la Iglesia, en su brazos de madre, simbolizada en esa Madre Virgen, que es María.
Ahí, en ese Niño, en ese pequeñín, en la sencillez de ese Niño nacido en un establo, nacido en total pobreza y necesitado de ayuda. Ahí está el Emmanuel, Dios con nosotros; ahí se nos manifiesta, se nos revela Dios. La señal de Dios es la sencillez; la señal de Dios, su manifestación universal, para todos, es ese Niño en brazos de su Madre; su señal es que Él se hace pequeño y pobre por nosotros. Éste es su modo de ser Rey, de reinar. Él no viene con poderío y grandiosidad externos, no se le encuentra en el poderío y en la prepotencia, sino en la humildad y el ocultamiento. Viene y se le encuentra como Niño inerme y necesitado de nuestra ayuda. No quiere abrumarnos con la fuerza. Todo en Él es amor, porque en esto hemos conocido el amor: en Él, Dios de Dios, se nos ha dado todo, se ha despojado de todo, para enriquecernos con su pobreza en la entrega de su amor. Ahí está todo el Amor. Pero también en este Niño, está toda la necesidad de ser ayudado, de ser amado. ¿Quién puede salvar al hombre, quién puede defender al hombre de nuestro tiempo, tan poderoso pero tan débil y tan amenazado, sino Aquél que lo ama hasta despojarse de todo y hacerse lo más frágil sobre la faz de la tierra por nosotros, Aquél que lo ama hasta sacrificar en la cruz a su Hijo Unigénito como Salvador del mundo?
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