José Jiménez Lozano

Escrituras y políticas

José Jiménez Lozano

La Razón
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El icono de San Nicolás en metal, que tengo mi cuarto de trabajo fue traído desde Rusia por un participante en la llamada «División Azul», que, para mí siendo niño, era una especie compañía de soldados de una Cruzada, que luego volvieron hablando de frío terrible, del lago Ladoga que venía en el libro de Geografía de la escuela, y de iglesias con torres como cebollas de oro, y una estepa infinita. Era como una historia o una leyenda medieval, como la que hacía que Ávila me pareciera Constantinopla a cuenta de sus murallas, y su catedral tan luminosa.

Siendo ya mayor, me enteré naturalmente de lo que había sido la División Azul, y me he preguntado si aquellos españoles que allí fueron, de los cuales dejaron sus huesos en tierra rusa unos doce mil, se enteraron de lo que pasaba con los judíos y era ciertamente innombrable, pero debía nombrarse. Porque lo que sí me llamó la atención fue que el Jefe de esa «División Azul», poco antes de volver a España fue invitado a visitar a Hitler, y escribe que encontró a un hombre envejecido y vencido, agachado e inseguro, confesando que no podía vencer con tantos frentes que se habían abierto contra él. Y que cínica y ya tardíamente se quejaba de que Occidente no le hacía caso, como si su proyecto, en comandita con Stalin, no hubiera sido el de dominar a todo ese Occidente para imponerle sus siniestros sistemas totalitarios.

Pero yo ya había leído el libro de Dionisio Ridruejo, que ofrecía la impresión de una crónica medieval y, cuando conocí al autor, y le dije lo que me había parecido el libro, me contestó que, después de mi generación ya no sería ni entendible, ni reconocible. O se convertiría en arma arrojadiza. Y otro amigo que me acompañaba añadió que él ya se había dado cuenta de que comenzaba una guerra intelectual de estilo faraónico o de liquidación de los llamados «cartuchos» o memorias de un tiempo anterior como si no hubiese existido.

Mi amigo y yo éramos muy lectores de Toynbee y nos permitíamos ir a buscar similitudes históricas en el universo mundo, aunque no pasaron muchos meses sin que hubiera que ir tan lejos, porque un día, en Barcelona, se me advirtió que no se me volviera a ocurrir cenar con uno de los hombres ilustres por su inteligencia al que los jefes de la industria cultural del país –los mismos que en los tiempo de la dictadura o sus ayudantes y sucesores– llamaban con un despreciable mote político con el que borrarían su valor de historiador y ensayista, y su persona. Así que no podía sino recordar lo que le había ocurrido a don Antonio de Lama, un clérigo leonés, fundador de la revista de poesía «Espadaña», quien acostumbraba a pasar las tardes de domingo en la cárcel de San Marcos de León para acompañar a los allí detenidos, y un día preguntó a uno de ellos quién era y desde cuándo estaba allí, y éste le contestó: «Desde que nos liberaron, Padre», y ésta era la fecha exacta, con ironía incluida.

A propósito de los territorios intelectuales de profesores y escritores, Thomas Hobbes ya había escrito a su amigo, Samuel Sorbière: «Su reputación pública exige que, en el tema acerca del cual enseñan, nadie haya descubierto algo que ellos no hubieran descubierto antes». Pero esto sólo era poco más que un juego de colegiales, comparado con los enredos de después, porque no sé si Sir Thomas Hobbes podía sospechar que, en el caso de los escritores, las cosas irían bastante más allá, y en el ámbito de los historiadores o críticos, por ejemplo, hasta un punto ciertamente notable. Enormes necedades y embustes han reinado, y siguen haciéndolo, como verdades históricas inapelables, y esto ha tenido sus consecuencias letales. Porque los adjetivos políticos, como los de raza o casta, aunque sean una mera idiocia, se suben a la cabeza y son el peor y más mortal veneno.