Antonio Cañizares
La gran tragedia de Haití
Nos encontramos, una vez más, ante el enigma del mal que no llegamos nunca a descifrar. Nos golpea la gran tragedia que ahora padecen una nación entera y otras naciones vecinas –tantas familias, tantos niños, tantos muertos, tantos heridos...–, y que en otros momentos sufren también otros pueblos y otras gentes. Hoy no tenemos ninguna otra respuesta que la de la Cruz
Seguimos sobrecogidos ante la gran y nueva tragedia de Haití, que tanto está sufriendo por el huracán «Matthew», después de aquel terrible terremoto de tan grandes y devastadoras dimensiones padecido hace unos años, del que todavía no se ha recuperado. Las imágenes y las noticias que nos llegan nos estremecen y golpean nuestras conciencias, nos gritan: «¡Compasión, caridad, cercanía! ¡Venid, ayudadnos!»; su dolor y desgarro nos llaman y apelan a nuestra solidaridad más empeñativa. ¡Qué gestos tan maravillosos! de respuesta a este grito están dándose ante esta inmensa tragedia por parte de la gran familia humana, de naciones, de instituciones, de personas, siempre de personas. ¡Un pueblo muy pobre de esta manera asolado! ¡Qué misterio!
Nos encontramos, una vez más, ante el enigma del mal que no llegamos nunca a descifrar. Nos golpea la gran tragedia que ahora padecen una nación entera y otras naciones vecinas –tantas familias, tantos niños, tantos muertos, tantos heridos...–, y que en otros momentos sufren también otros pueblos y otras gentes. Hoy no tenemos ninguna otra respuesta que la de la Cruz, el silencio más activo de la Cruz: ¡Jesús, Dios con los hombres, padece con ellos, por amor a ellos, no los deja en la estacada! Y la padece no como un espectador satisfecho, sino viviendo y orando, unido por amor a la gran tragedia del hombre que sufre.
¡Qué menesterosos e inermes nos sentimos frente a la gran desgracia del huracán que ha asolado Haití! ¡Cuánta desolación y muerte, cuánta destrucción y sufrimiento, cuánto dolor y tristeza en las imágenes que de allí nos llegan, en las que se nos deja atisbar la magnitud de la desgracia! ¡Qué incomprensible todo!
¡Sí!, no podemos ser espectadores pasivos y satisfechos ante tanto sufrimiento y desastre. Podemos y debemos mostrar nuestra más grande y noble solidaridad, generosa, amplia y sin fisuras, con aquellos hermanos nuestros, a los que debemos ayudar generosamente, y para ello Cáritas –siempre Cáritas– ha dispuesto ayudas múltiples, incluso la apertura de una cuenta para canalizar los donativos y ayudas. ¡Sí!, ¡es la hora urgente, cierto, de la verdad de nuestra caridad, que es más exigente aún que la misma solidaridad; es la hora de hacernos enteramente cercanos con quienes tanto y tanto están sufriendo, es la hora de compartir como hermanos y de ayudarlos humanamente; es el momento de que la caridad de nuestras obras corrobore la caridad de las palabras!
Pero aún siendo esto necesario, más aún imprescindible e inaplazable, la magnitud de la ruina producida sólo Dios, Dios cercano, puede reconstruirla; tanta desolación y muerte sólo Dios con su fuerza y su amor puede atenderlas y vencerlas; tantas heridas y lágrimas sólo Él, Padre de misericordia y Dios de toda consolación, puede consolarlas, calmarlas y curarlas; el abandono y la soledad de los muchísimos que han quedado sin padres o sin familia, sin hogar y sin cariño de los suyos, sólo Dios puede acompañarlos. ¿De dónde vendrá el auxilio a tan grandes graves desgracias? ¡El auxilio les viene del Señor que hizo el cielo y la tierra! Él está allí, sufriendo con ellos, con su infinito amor y suprema cercanía, en esa cruz de Haití.
Por eso es preciso, como prueba grande y decisiva de caridad y cercanía plena, junto a todas las ayudas e inseparable de ellas, elevar ahora la plegaria llena de confianza por Haití, y clamar desde lo hondo al Señor, todopoderoso e infinito en su compasión, que tenga piedad y acoja a los que han muerto y los tenga junto a Sí, que esté al lado de los heridos y maltrechos, de todas las todavía innumerables víctimas y de las familias afectadas, que les muestre su favor como a todos nos lo ha mostrado de manera tan admirable en el Hijo suyo enviado en carne a los hombres, a los que no desdeña llamar hermanos, cuyos sufrimientos ha asumido, y cuya muerte y destrucción ha vencido con su cruz y resurrección. Que ilumine su Rostro sobre ellos y que hallen en Él toda gracia, auxilio, esperanza y consuelo. Que a todos nos conceda volver a Él, esperar en Él, para amar con su mismo amor, como Él, solidario tan total con lo más hondo de los sufrimientos de los hombres, y para que los hombres vivan confiando en su misericordia, que siempre es grande y fiel, inmensa, y que nunca falla. Los creyentes, como deber ineludible de caridad –que nos urge más que a nadie–, no podemos ni debemos dejar de ayudar, compartir lo que tenemos con nuestra ayuda económica, y orar. Sin Dios que salva y ama no podemos hacer nada, ni siquiera amar; y orar nos empeña aún más en la caridad solidaria y total con el pueblo de Haití, para hacer su voluntad y reconocerlo donde está: sufriendo con los que sufren.
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