Historia

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La identidad

Conforme vamos acumulando nuevas experiencias en la vida, nuestra identidad se debería volver más abierta, más inclusiva

La Razón
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Como nos recuerda la Biblia, cuando éramos niños, hablábamos como niños; pensábamos y razonábamos como lo hace un niño. Lo que más apreciábamos en aquella feliz época era comer, estar limpios y secos, pero sobre todo, que nuestros padres nos quisieran. El círculo que abarcaba nuestras relaciones era pequeño: la familia inmediata. En unos pocos y simples deseos, en unas sencillas relaciones, estaba pues basada aquella nuestra identidad como bebés, nuestra manera de entender el mundo. Luego empezamos a crecer y con la edad comenzamos a desear cosas más complejas, por ejemplo, sacar buenas notas, jugar bien al futbol, gustar a las chicas (y viceversa supongo) ¿Nuestra identidad de bebés fue suprimida por la de jóvenes? No lo creo. Basta cerrar los ojos y recordar. Se superpuso una nueva personalidad a la anterior, pero no la sustituyo. Con el tiempo creció también nuestra competitividad, nuestros deseos se hicieron más complejos y numerosos y el círculo con el que nos identificábamos más amplio. Empezamos a sentir que pertenecíamos a la ciudad donde vivíamos, más tarde estuvimos orgullosos de ser españoles, sobre todo al comprender lo que habían hecho nuestros antepasados. Con el tiempo practicamos una profesión o un oficio y esto trajo consigo adquirir nuevos conocimientos, compararnos y tratar de superar a una serie de colegas de un círculo todavía mayor. Esta nueva identidad no eliminó las anteriores, simplemente añadió una nueva capa a la compleja cebolla de nuestra personalidad, capa más enriquecedora, llena de nuevas metas y deseos con la que empezamos a identificarnos con grupos humanos cada vez más numerosos. Empezamos a tener conciencia de lo complicado que era el mundo y lo complejo de nuestra personalidad. El símil con la cebolla es porque todo esto –a veces– nos hace llorar.

Cuando Pablo de Tarso cayó del caballo, su identidad como judío no desapareció. Pero le fue revelado que Jesús deseaba que su Palabra alcanzara también a los gentiles, fueran estos griegos o romanos. Una nueva identidad apareció –súbitamente– con unos límites mucho más amplios que los anteriores –los propios del Imperio– y cubrió –sin suprimirlas– todas sus anteriores creencias.

Conforme vamos acumulando nuevas experiencias en la vida, nuestra identidad se debería volver más abierta, más inclusiva. Nuestro sentido de pertenencia más amplio. Caso de querer profundizar en lo de identidad, política y niveles de conciencia les recomiendo leer a Mariano Alameda del centro Nagual. Pero tengan cuidado y no vayan a hacerse budistas pues son estos los maestros en eso de abrir la mente a ciertas fantasías.

Mi identidad actual –mi manera de entender el mundo que nos rodea y lo que soy– es la propia de un español de mi generación, de clase media y Marino de Guerra durante cuarenta y seis años. Madrileño, hijo de navarra y aragonés, casado con una gallega. Cada uno de estos factores, y el haber vivido unos diez años fuera de España, ha conformado mi sentido de la identidad. Admito –naturalmente– que otras experiencias personales hayan configurado diferentes identidades. Pero considero que la única tendencia positiva y admisible es la que tiende a ampliar la percepción del mundo y sus habitantes. Por ejemplo, para evitar divagar: el considerar que por ser catalán no puedes identificarte como español, creo firmemente que empobrece a cualquier ciudadano. No son estas identidades antagónicas, sino que la española es más amplia que la catalana al abarcar más experiencias, los triunfos, los fracasos y los sentimientos de un número mayor de seres humanos. Tanto actualmente como a lo largo de la Historia, todo lo importante acontecido en Cataluña ha afectado a la totalidad de España en mayor o menor grado. Y viceversa. La identidad catalana –que existe y es profunda– es como la capa más interna, más cerca del corazón del sujeto, pero no debería sustituir, sino sustentar su identidad como españoles. Como mi personalidad de adulto abraza pero no suprime la de niño y sus experiencias.

Pero el proceso personal de ir añadiendo capas a mi identidad no finaliza con la de español. Pienso que lo que aconteció con el Presidente Obama –y se está agravando con Trump– va a exigir añadir una nueva capa esta vez, europea. Solo de esta manera –al menos así lo percibo– podremos conservar nuestras queridas identidades interiores intactas en un mundo globalizado y con fuertes agentes extraños. Para preservar lo esencial de nuestra personalidad española va a resultar necesario empezar a identificarse –además– como europeo. También, no en lugar de. De verdad, con el corazón y la cabeza. Si Europa quiere evitar el riesgo de llegar a convertirse en una especie de Disneylandia –sector Fantasilandia– donde algún día vengan a visitarnos para ver cómo eran aquellos que atesorando riquezas y libertades no se dotaron de armas ni de la voluntad para defenderse, deberíamos unirnos, creando una identidad común real. Para protegernos de esos nuevos bárbaros que contemplan nuestras creencias con el desdén hacia lo débil propio de los que sienten la fuerza interior de una súbita oportunidad, habría que edificar una especie de Imperio Romano actualizado.

La vida me ha enseñado que hay muchas identidades diferentes a través de las que percibir la realidad y encauzar los deseos. Solo considero aceptables las inclusivas, las que están dispuestas a abrirse a nuevas creencias, a incorporar otras experiencias. Por eso duele especialmente ver lo que está pasando en algunos cerrados sectores de nuestra Cataluña. Porque va contra el progreso de los tiempos y nuestra supervivencia como europeos. Y desde luego, del de los españoles.