Historia

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La peculiaridad de Cataluña

La Razón
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Estamos viviendo momentos extremadamente difíciles. Un sector considerable de políticos catalanes que se distinguen por la escasez de sus conocimientos respecto a la vida y costumbres de los pueblos tratando además de borrar su historia o de reducirla a un mero recuerdo escogió la fecha del 1 de octubre de este año para repetir el gesto fracasado de Companys en 1934 cuando se estaba escribiendo el prólogo de aquella guerra civil que se convertiría en ruina para todos dos años más tarde. Los errores denunciados por Azaña, que en aquellos momentos era una de las principales figuras políticas de la segunda República, se cumplieron al pie de la letra. La divergencia entre unión y división es uno de los males que acechan a una sociedad. Porque cuando esta se rompe solo puede dejar tras de sí el odio. Y aquí está ahora el verdadero daño. Sea cual sea el intento de los separatistas se habrá multiplicado el número de quienes por sentirse catalanes muestran odio a que se les califique de españoles y también entre estos últimos quienes superen el amor a Cataluña para colocar el odio en su lugar.

En ningún momento de su Historia Cataluña se definió a sí misma como nación, sino como parte esencial de una de las cinco naciones que formaban Europa según lo definía el Concilio de Constanza hace ahora seiscientos años. Mejor aún el rey Pedro IV en la Crónica general por el encargada introduce estas certeras palabras: «Catalunya es la millor terra de Hispania». El más que nadie estaba interesado en recordar que el primer nombre dado a aquellos tres señoríos que se integraban en el condado de Barcelona era precisamente el de Marca Hispánica siendo de hecho baluarte para la reconstrucción del futuro remediando el desastre que significara la invasión musulmana a la que españoles y europeos calificaron de perdida de España. Desde allí se construyó la que con el tiempo se denominaría Monarquía. No se equivocaba tampoco don Juan de Borbón cuando, al tomar de manos de su padre Alfonso XIII la legitimidad, busco para sí el título de Conde de Barcelona. Cataluña nunca quiso titularse reino precisamente porque de este modo se asignaba a Barcelona un protagonismo esencial.

Dos fueron las importantes aportaciones de la catalaneidad a esa forma de Estado que entre otras cosas se sitúa en vanguardia para sustituirla servidumbre. La primera es el «pactisme» y la segunda, la unión de reinos. Entre el soberano cualquiera que sea su título y la sociedad que forman los súbditos con sus variedades sociales existe un compromiso que asegura su libertad. Uno y otro juran y prácticamente suscriben un pacto que garantiza el cumplimiento de aquellas leyes fundamentales que constituyen la comunidad. El segundo era precisamente esa unidad que garantizaba el bienestar y la justicia en las relaciones entre los reinos. Se trata de cuestiones que todavía en nuestro tiempo deben considerarse esenciales.

Sé que me estoy repitiendo a mí mismo en cuestiones de las que me he ocupado en otros artículos, pero no me parece innecesaria esta insistencia porque el quebrantamiento de esos dos principios es algo que precisamente se produce en nuestros días. Todo el mundo sabe que los plebiscitos son siempre ganados por aquellos que los organizan contando con todos los recursos que contiene el poder y que tampoco necesitan acomodarse a las dimensiones propias de la libertad. Y en estos momentos los partidos que lo ejercen prescinden enteramente de la Constitución que es la esencia del Estado. Norteamérica nos proporciona un ejemplo muy valioso: allí los cimientos esenciales de la Constitución se consideran indiscutibles. Si una Constitución democrática es vulnerada, la libertad deja de existir. Por otra parte, si los titulares de la soberanía quebrantan el juramento que en su día prestaron al ser aprobada la ley fundamental, habrán puesto a la libertad en un extremo remoto e impracticable.

En diversas ocasiones se han producido en Cataluña movimientos tendentes a la modificación o abandono de estas líneas fundamentales que permitieran a Barcelona llegar a convertirse en una especie de dueña del Mediterráneo. La primera se produjo en el siglo XV y vino provocada por el empeño de Alfonso V de instalarse en Nápoles dejando a su hermano el ejercicio del poder y negando a la Monarquía sus funciones. Fue un desastre. Cataluña prácticamente se dividió en dos trozos y renunció a aquellas directrices económicas que marcaban el gran comercio. Incluso se perdió un pequeño trozo del Pirineo y se produjo una profunda depresión el «desgavell». De ella se salió cuando Fernando el Católico tomó la palabra y consiguió que incluso muchos de los primates rebeldes se sumaran a su tarea de recobro. Triunfó la recuperación («redreç») gracias a ese restablecimiento de la Monarquía. Así, Carlos I, el sucesor de Fernando, pudo ser acogido con entusiasmo en las calles de Barcelona.

La segunda oportunidad la provoco el Conde Duque de Olivares al imponer un servicio militar. Aunque no faltara a los rebeldes alguna razón, la experiencia fue demoledora. Los catalanes acudieron a Francia en petición de auxilio y vieron a los soldados enviados por Richelieu proclamar rey a Luis XIII. Nuevo desastre que tuvo que ser corregido. La tercera ocasión vino con la llegada al trono de Felipe V y Cataluña se sumó a su rival Carlos de Austria Una guerra que llevaría a Almansa y a algo peor, el derrumbamiento del imperio catalán mediterráneo. De nuevo fue el rey, precisamente Felipe V, quien pudo enderezar las cosas entregando industria y comercio en verdadero monopolio y abriendo además las puertas de América.

Una lección que debe ser aprendida. En todas estas ocasiones los que impulsaron a Cataluña tuvieron necesidad y oportunidad de arrepentirse. Hoy estamos además invirtiendo los términos. Cuando Europa ha descubierto que debe unirse cada vez más estrechamente los que actúan de modo contrario deben saber la gravedad de los precios. Quien ama a Cataluña tiene la obligación de seguir el camino que conduce a la europeidad. Ahí está el futuro.