Londres

La Thatcher humana

Nunca necesitó que un grupo de discusión le dijera qué creía o cómo expresarlo. Consideraba que las ideas eran el verdadero núcleo de la política y peleaba por ellas

Resulta difícil separar algunos de mis recuerdos personales de Margaret Thatcher –mundanos pero reveladores– de los juicios dogmáticos de la historia. Había trabajado para ella como director de investigaciones del Partido Conservador, y como ministro durante unos 15 años, antes de trasladarme a Hong Kong como último gobernador de Gran Bretaña allí. Como ella había negociado el traspaso de Hong Kong a China, fue una visitante frecuente y bienvenida durante mi gestión.

Thatcher siempre respaldó ampliamente la preservación del Estado de Derecho, las libertades civiles y las aspiraciones democráticas de Hong Kong. Simpatizaba con los defensores de la democracia, y parecían caerle bien. También recuerdo que, si bien nuestra residencia oficial contaba con un personal excelente y muy trabajador (con quien ella siempre fue amable y cordial), fue la única visitante –y hubo muchos– que se hacía su propia cama. Era una tarea que acometía con todo el cuidado y la precisión de un gran hotel: esquinas de la cama bien acomodadas y cubrecama cuidadosamente doblado.

Invariablemente, cuando viajaba por trabajo a Beijing, insistía en comprar ante todo un presente para el ex líder chino Zhao Ziyang, con quien había negociado el traspaso de Hong Kong. Desde la masacre de Tiananmen, que él había intentado evitar a través de un acuerdo, el hombre vivía bajo arresto domiciliario. Al pedirle a cualquier alto funcionario con el que se cruzaba que le entregara su regalo y le enviara sus mejores deseos a Zhao, las autoridades chinas entendían que el mundo externo todavía pensaba en él y quería garantizar su supervivencia. Era un gesto práctico y amable.

Como líder nacional, los principales logros de Thatcher fueron los de revertir el colapso de Gran Bretaña, que había ganado fuerza en los años 70, antes de su primer mandato como primera ministra en1979. La amplia cobertura de su muerte prácticamente no le dedicó tiempo a cómo era Gran Bretaña en esos años. La economía estaba de rodillas, y el abuso del poder de los sindicatos había hecho de Gran Bretaña un país prácticamente ingobernable.

Paradójicamente, Thatcher hizo posible que volviera a haber un gobierno responsable y confiable, en parte recortando el papel del estado en la economía. Sus reformas sentaron las bases para un período durante el cual la riqueza per capita de Gran Bretaña creció más rápido que la de la mayoría de sus competidores.

Las reformas de Thatcher revitalizaron el sector privado, promovieron la compra de viviendas, redujeron los impuestos a las empresas, desregularon grandes sectores de la economía y frenaron el poder de los sindicatos para usar su músculo industrial. Thatcher impuso este programa de reformas con determinación, pero –al menos hasta sus últimos años– también con un pragmatismo sutil. Avanzaba paso a paso, invariablemente en la misma dirección. Nadie en el Gobierno tenía dudas sobre cuáles eran sus intenciones.

Las reformas que emprendió tuvieron repercusión a nivel internacional. Su período en funciones coincidió con el desmoronamiento del comunismo soviético en Europa, que culminó con la caída del Muro de Berlín en 1989. Ella había sido una crítica manifiesta del comunismo soviético, como su amigo y socio transatlántico Ronald Reagan. Su adopción del libre mercado –de hecho, sus declaraciones resonantes sobre el vínculo entre la libertad política y económica– inspiró a los pueblos del bloque soviético, que habían sufrido bajo el yugo soviético durante 40 años.

Si bien su antipatía por la reunificación alemana fue imprudente, sus dudas sobre la capacidad de reconciliar una mayor integración política en la Unión Europea con una responsabilidad democrática en sus estados miembro ganaron muchos más simpatizantes con el correr de los años –y no sólo en su propio país–. Presionó a favor de una mayor integración del mercado único europeo, a la vez que cuestionaba si esto realmente exigía ceder más autoridad política a manos de la Comisión Europea.

Muchos consideran la guerra de Malvinas en 1982 como el apogeo de su patriotismo. Fue también una señal de su bravuconería política.

La recuperación de esta posesión británica lejana, cuyos ciudadanos estaban decididamente comprometidos a seguir siendo súbditos británicos después de la invasión argentina, fue un acto militar arriesgado. Podría haber terminado terriblemente mal, tumbándola a ella y a su Gobierno. Incluso la Administración Reagan estuvo a punto de negarse a respaldar la campaña militar de Gran Bretaña. Pero la suerte estuvo del lado de los valientes y la victoria solidificó su reputación de firmeza y coraje crudo. Como les gustaba decir a los taxistas de Gran Bretaña, fue el mejor hombre en el gobierno.

La confianza de Thatcher en la fortaleza de la relación de Gran Bretaña con Estados Unidos estaba apuntalada por su amistad con Reagan. Eran dos personalidades muy diferentes que compartían una filosofía similar, aunque expresada con más carisma por un presidente que admiraba mucho su franqueza y sus afirmaciones simples y hasta terminantes sobre antiguas verdades. «No es maravillosa», se dice que le dijo Reagan a un colaborador, tapando con una mano el teléfono, mientras Thatcher lo retaba desde Londres por algún error en la política estadounidense. Era un sentimiento compartido por muchos de los norteamericanos que fueron a escuchar la conferencia después de su retiro.

La razón por la que yo más admiraba a Thatcher era su estilo político. Nunca necesitó que un grupo de discusión le dijera qué creía o cómo expresarlo. Consideraba que las ideas eran el verdadero núcleo de la política y peleaba por sus ideas. No «triangulaba» en un esfuerzo por encontrar el punto medio entre opiniones encontradas; deploraba la idea de que el punto medio de la política, donde se ubica la mayoría de los votantes, estaba predeterminado por el consenso de una elite sin carácter. Un líder eficiente, creía, podía modificar este terreno político convenciendo a la gente de la verdad y la relevancia de su postura.

Muchas veces, Thatcher era más cuidadosa de lo que sus admiradores sugirieron más tarde en la manera en que llevaba adelante esta postura. Pero, en definitiva, su pasión por las ideas a las que estaba dedicada salpicó de colores brillantes un mundo político generalmente teñido de tonalidades de gris.

Margaret Thatcher no era perfecta. Como todo el mundo, cometió errores y malinterpretó algunas cosas. Pero, sin duda, fue un gigante de la política del siglo XX, un líder que cambió su mundo y el nuestro –para mejor–.