Economía

Los costes invisibles del nuevo activismo judicial

La Razón
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«Pacta sunt servanda», o los pactos están para ser cumplidos. La máxima latina expresa una regla muy clara: los acuerdos que voluntariamente suscriban las partes son ley privada para esas mismas partes. Los contratos sirven justamente para eso: para dotar de una previsibilidad a las interacciones entre dos o más personas cuyos términos hayan sido acordados entre todas ellas. Sin contratos creíbles, o bien no interactuaríamos o bien lo haríamos de manera mucho más gravosa para cada uno de los sujetos intervinientes: el vendedor que no confíe en que el comprador vaya a pagarle, bien no venderá su mercancía o bien exigirá un precio mucho más alto.

De la misma manera, el prestamista que no espere que el prestatario vaya a devolverle el préstamo, o bien no prestará su dinero o bien exigirá tipos de interés mucho más elevados o bien demandará mayores garantías.

En este sentido, la reciente oleada de revisiones judiciales de los contratos hipotecarios –ya sea para reclamar las cláusulas suelo, los sobrecostes por apreciación de moneda extranjera en las multidivisas o los gastos de constitución–sólo contribuye a añadir incertidumbre sobre los acuerdos futuros a los que puedan llegar el banco y los hipotecantes. En la medida en que la entidad financiera no es capaz de anticipar cómo los contratos hipotecarios que suscriba hoy serán alterados mañana por los tribunales alegando motivos espurios, su predisposición a extender créditos en condiciones ventajosas para los deudores se verá irremediablemente afectada en un sentido negativo.

Por consiguiente, los tribunales están socavando en la actualidad la credibilidad general de los contratos hipotecarios para beneficiar a quienes se hipotecaron en el pasado en perjuicio de quienes desearán hipotecarse en el futuro.

Acaso ahora mismo, en un contexto de tipos de interés en mínimos históricos, unas molestias y cargas financieras adicionales no parezcan una amenaza excesivamente onerosa: pero cuando en el futuro las tasas repunten y, además, los bancos empeoren las condiciones de concesión de hipotecas (por ejemplo, con diferenciales mucho más altos sobre el euribor, con la petición de mayores entradas o con la contratación de seguros adicionales), entonces muchas personas se verán artificialmente privadas del acceso a la vivienda como consecuencia de la actual erosión de la credibilidad contractual.

Pero, además, existe otro colectivo social potencialmente perjudicado por esta marabunta de populismo judicial: los contribuyentes. Por un lado, todas aquellas pérdidas extraordinarias que sean soportadas por entidades nacionalizadas (Bankia y Banco Mare Nostrum) o por los Esquemas de Protección de Activos de entidades rescatadas se repercutirán sobre el bolsillo de los españoles.

Por otro, según el volumen del agujero financiero que termine siendo generado por los tribunales con sus recientes sentencias, podría llegar a plantearse la necesidad de nuevas inyecciones de capital público a ciertos bancos afectados.

No, los tribunales no están para reescribir retroactivamente las estipulaciones contractuales que fueron acordadas en su momento por acreedor y por deudor, sino para garantizar su cumplimiento y ejecución. Es verdad que algunos contratos pueden verse afectados por vicios en su formalización y que, en tal caso, deberían ser total o parcialmente anulados: pero de ahí no se puede dar el salto a una causa general contra las hipotecas constituidas durante los años de la burbuja con el propósito político –que no judicial– de redistribuir los costes de la crisis para que acaben recayendo sobre la banca.

Y es que, por desgracia, quienes terminarán pagando tal imprudencia no serán los bancos, sino los hipotecantes y los contribuyentes de mañana.

Revisar el rescate

El Tribunal de Cuentas publicó esta semana su último informe acerca de la evolución del rescate bancario. Aunque la mayoría de medios de comunicación ha optado por destacar la cifra provisional de su coste –60.700 millones de euros–, la auténtica novedad presente en este documento es la detección de importantes irregularidades en el comportamiento del FROB. Aun cuando el Tribunal no imputa mala fe a los gestores del Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria, los defectos hallados en su administración durante los últimos ejercicios son lo suficientemente importantes como para revisarlo con mucha más profundidad. En particular, según el Tribunal de Cuentas, el FROB no siguió ningún procedimiento mínimamente reglado a la hora de vender las entidades financieras rescatadas y a la hora de otorgar garantías desproporcionadas a quienes las adquirieron. Como resultado, el coste final del rescate podría haberse inflado innecesariamente para el contribuyente. Urge reexaminar todos los pasos dados por el FROB para cerciorarse de que, en efecto, no ha habido administración desleal o para sancionarla en caso de que sí la haya habido.

Jubilación a los 70

El Banco de España ha vuelto a abrir la caja de los truenos: habida cuenta de la incuestionable insostenibilidad del sistema público de pensiones, ha planteado la necesidad de volver a elevar la edad de jubilación. Esta vez hasta los 70. La propuesta no es novedosa: hace unos meses, el Bundesbank lanzó una sugerencia idéntica para el caso de Alemania (país donde la situación financiera de la Seguridad Social dista de ser tan grave). Como es lógico, todos aquellos que aspiran a medrar electoralmente sobre los discursos más obscenamente demagogos colocarán el grito en el cielo y proclamarán que resulta del todo innecesario aprobar nuevos recortes en las pensiones públicas. Sin embargo, esas mismas personas serán incapaces de explicar cómo pretenden solventar no ya el gigantesco déficit público presente de la Seguridad Social, sino el aun mayor déficit que se gestará en el futuro por mera evolución demográfica. O nos jubilamos más tarde o cotizamos más durante más años o cobramos menos. No hay muchas más opciones dentro del marco de las pensiones públicas.

16.000 millones de ajuste

Hace unos días, el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, reconoció lo que para muchos era evidente desde hace varios trimestres: durante el año 2017, será necesario lograr un ajuste del déficit de 16.000 millones de euros. La magnitud no es precisamente moderada, ya que será una de las más elevadas de toda la crisis económica. ¿Cómo lograrlo? Montoro no ha detallado un plan específico para ello: se ha limitado a confiar en que la evolución de los ingresos públicos, merced al mayor crecimiento económico y a las recientes subidas impositivas, será capaz de proporcionar la cifra deseada —y necesaria para que Bruselas no nos sancione—. El problema, de nuevo, es que nadie nos garantiza que sólo con el crecimiento obtendremos la recaudación extraordinaria requerida, y, aun cuando supiéramos con certeza que sí la conseguiríamos, la comprometida rebaja de impuestos del Gobierno se vería seriamente dificultada. Por eso sigue siendo tan necesario como siempre incidir en el recorte del gasto: aseguramos el cumplimiento del déficit e incluso abrimos espacio financiero para recortar impuestos.