Historia

José Jiménez Lozano

Los principios de curso

La Razón
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Siempre ha producido melancolía el final de unas vacaciones, pero ahora una situación de ánimo tan tópica y universal recibe hasta la respetable consideración de dolencia que se debe tratar médicamente. Y puede que así sean las cosas, pero cierto es también que el mero realismo o comprobación de que se acababan el verano, la fiesta del domingo y también una partida de cartas o de béisbol se imponía como un hecho normal, y no había más comentario. Incluso si se trataba del «largo y cálido verano» de tantas narraciones, y de «El verano del 14» de Martin du Gard, víspera de la llamada «Gran guerra», recibida por casi todo el mundo, por cierto, como la última de las guerras, como decía Charles Péguy, uno de estos esperadores y una de sus primeras víctimas, el 4 de septiembre.

Quizás nunca fueron tan seguras las seguridades humanas en el triunfo de una paz definitiva y de, por fin, la justicia, pero la guerra fue atroz, aunque luego llegaron los llamados «felices años veinte» y, tras otra guerra mundial más atroz aún, los europeos se convencieron de que no se volverían a ofrecer ya muchas mañanas más al mundo.

Entre 1939 y 1945, esto es, durante esta Segunda Guerra Mundial, algunos escritores como T.S. Eliot pensaron que todavía podía limpiarse todo un lenguaje instrumentalizado e ideologizado para cambiar de lugar y de sustancia los pensares y sentires del mundo y reconstruir lo que se pudiese; pero el estallido de la guerra fría al servicio de la cual se seguiría poniendo el lenguaje y toda otra realidad hizo que al propio Eliot esta realidad mundana le pareciese un «tierra baldía». Y después comenzaron a abundar lo que él mismo llamó «hombres huecos», pero no por otra razón, sino porque ya no quedaba esperanza, y finalmente brotó en nuestra Europa un nihilismo, no triste ni apesadumbrado como el de años atrás, sino alegre y confiado en construir un mundo de palabras mágicas que deben ser obedecidas y acabarán creando realidad e incluso haciendo de lo blanco negro, como los rusos tenían que creer que las aldeas de cartón de Potemkin eran hermosísimas aldeas de verdad. ¿Y cuántas gentes se hubieran atrevido a decir que ellos no veían nada en la sábana blanca de «El retablo de las maravillas» de Maese Pedro, si, además de ser acusadas de mala casta, se las hubiera cambiado la mente?

Pero todo esto se ha hecho, y más, para conseguir que vaya Vicente donde va la gente, quiera o no, o se realice el «cuius regio eius religio», que es decir que las gentes deben pensar y actuar como los que mandan, algo que ahora ocurre hasta en las mejores democracias, si en ellas no se hallasen diez hombres libres, no dispuestos, camino del matadero de su libertad, a mostrar su agradecimiento: «¡Es por nuestro bien!», como decía Orwell.

El único fallo de la fábula política de éste, «Rebelión en la Granja», fue el sugerir que se precisaba una política dictatorial para lograr una granja totalitaria, y nosotros ya sabemos que es suficiente un buen «Cuerpo de Ingenieros de Almas», a cualquier sistema político, para hacer una Granja de almas, como de gallinas.

Lo que no sé es si éste será el gran asunto y la novedad tanto cultural como política del curso entrante, o no habrá ni asunto, sino nueva reposición de desvaríos, y Dios quiera que no de polvorientas inquinas ideológicas sin fin.

Siempre una entrada de curso y una vuelta a la rutina política han causado algunas emotividades, como cuando descubrimos a nuestra propia cuenta que los veranos pueden ser cálidos pero nunca largos, pese a ciertas y muy reiteradas fórmulas literarias; y siempre hemos sentido melancolía, pero parece que siempre para ser vencida por un resignado realismo o un decidido desafío.

Los antiguos comienzos de curso y las otras vueltas al trabajo en septiembre eran ruidosamente alegres; ¿por qué ahora todo es tan serio, y hasta, preocupante y traumático?