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Joaquín Marco

Niño de la guerra

La Razón
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Esta fórmula tuvo cierta fortuna cuando el conflicto que desembocó en el enfrentamiento entre españoles podía resultar una referencia significante. Pero desde 1939 otras guerras han desbordado generaciones. Y es muy probable que, dado el desconocimiento de nuestro pasado, les suene a los jóvenes de hoy, como en mi infancia cualquier alusión a la de Cuba o a las carlistas, porque llevamos entre pecho y espalda una nutrida carga de violencias interminables. Ya somos pocos los españoles que vivimos diferentes regímenes políticos: la República, la guerra, los diversos períodos de la Dictadura franquista, la restauración monárquica y una entretenida transición y democracia. Tal vez por ello entendamos de otro modo la «memoria histórica», porque ya formamos parte de ella. Contaba mi madre que en el momento del difícil y habitual parto domiciliario estalló una bomba en la callejuela de al lado, allí donde en marzo de 1923 fue asesinado El Noi del Sucre. Pero se dio en la Barcelona de los inicios de 1935, años republicanos, aunque más tarde hubiera podido considerar aquel suceso como un símbolo. Sucedía en el entonces llamado Distrito Quinto –hoy Raval– . En el espacio que ocupaba la casa en la que nací hoy podemos descubrir una exótica palmera. Así son los urbanistas. Eran, como comprobé más tarde, calles llenas de una vida abigarrada, habitadas por clases medio-bajas, con tiendas emblemáticas, como lecherías, desaparecidas de cualquier recuerdo colectivo.

Las bombas irían acompañándome a lo largo de mi infancia, que fue menos paradisíaca que la de los infantes de la burguesía catalana. Tengo escasos recuerdos, a modo de flash, de aquellos primeros años de la violencia civil. Una bomba incendiaria destruyó la casa de la esquina y a la vez los cristales del piso en el que vivía junto a mi abuela paterna, que cuidaba de mí mientras mis padres trabajaban en un taller ya colectivizado. Recuerdo sólo la sensación de ahogo que sentí cuando me envolvió en el colchón de su cama. Dada la frecuencia con la que se estaban produciendo bombardeos, me trasladaron a otro piso de la Diagonal, desde cuya azotea como en la casa anterior, los mayores trataban de adivinar si los aviones eran o no de los «nuestros». El periplo –la huida de las bombas– siguió hasta una ignorada casa veraniega, en el Vallés, que soy incapaz de ubicar. Allí, recuerdo, sí, un jardín, un poney que me perseguía ante las risas de quienes participaban en el juego (a mí me hacía poca gracia) y la presencia de unas monjas, sin hábitos, refugiadas –se decía– que me enseñaron con exceso de celo las primeras letras. Más tarde, recuerdo mal que bien, otro traslado –siempre junto a mi abuela Leocadia– a Centelles y a una casa de pisos que, próxima a la estación, sería bombardeada. Escapamos de las bombas reptando como reclutas hasta un refugio que nos salvaría la vida y desde allí a una masía, junto a otros dos niños de Tortosa y su madre, amiga de mi abuela. Pocos días después ambas decidieron regresar a la casa ya desvencijada para rescatar algo de comida, pero otro bombardeo las alcanzó. La metralla atravesó el hombro de mi abuela y a su amiga le alcanzó el cráneo. Fueron trasladadas al hospital de La Garriga y quedamos los niños albergados, por sentido humanitario, en una granja con vacas, lo que nos permitiría atiborrarnos de leche. Poco antes de romperse el frente en aquella zona, la Cruz Roja nos inscribió en una lista de «huérfanos» para ser trasladados a la extinta URSS. Por fortuna no hubo tiempo. Mi abuela, según contaba, huyó del hospital para reencontrarnos y mientras descendía a pie por la carretera, pedía pan para su nieto a los soldados «moros» que acampaban por allí.

Volvimos a Centelles con mi abuela y su amiga (los médicos no se atrevieron a intervenirla y a extraerle la metralla) y sus dos hijos. Mientras tanto, según me contaron, una vez roto el frente, en enero de 1939, mis padres conseguirían un billete de tren, tras dos días y sus correspondientes noches de cola, y acudieron a la casa derruida, donde creían que habitábamos todavía. Los vecinos les indicaron dónde podían localizarnos. Recuerdo bien la alegría con la que, tras abrirles la puerta, me produjo el reencuentro. La guerra civil, aquella guerra tan mía –que no fue precisamente un duelo en el paraíso– en principio había terminado. No habían finalizado las dificultades de todo orden: la escasez, cierto desorden y una gran represión de la que no fui consciente hasta años más tarde. Mis padres habían militado en la UGT, pero siempre declinaron cargos, y en mi familia apenas si hubo represalias como las que pude comprobar a mi alrededor, ya en la postguerra. Aseguran los psicólogos que los tres primeros años de la vida de un niño son fundamentales para su posterior evolución. Los que fuimos niños en la guerra disponemos de un escaso repertorio de deshilvanados recuerdos no exentos, sin embargo, de violencia colectiva. La guerra, pese a su deliberada prolongación, tampoco supuso en Barcelona (no así en Gernika) la destrucción que podemos observar en las imágenes que ahora nos llegan desde Siria o Irak. Pero el éxodo republicano hacia un inclemente Sur de Francia sí se produjo. Los supervivientes formamos parte de esta memoria olvidada que, al margen de los enterrados en las cunetas, conviene rescatar.