Historia

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Nuevas y viejas tensiones

Luis Suárez

La Razón
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Las últimas consultas electorales en Francia y Austria, las vacilaciones respecto a la relación con la UE que se registran en Inglaterra y los movimientos confusos que aparecen en otros países entre ellos España nos obligan a reconocer que existen preocupantes detalles en la construcción de esa Europa que en los años 50 parecía una flor emergente y casi milagrosa tras los largos y crueles siglos de guerras que marcaran su paso por el tiempo. Europa estaba salvada y para los españoles era también la salvadora de los odios longevos. Quienes en 1959 emprendieron la tarea del retorno a la legitimidad tenían bien claro que sin la incorporación a la europeidad resultaría extremadamente difícil por no decir imposible. Los documentos que sobreviven de la tecnocracia nos ayudan a comprender el problema. Pese a todo sobrevivieron ciertas restauraciones políticas que decidieron detener la marcha una vez logrado el mercado común sin entrar en el reconocimiento de reuniones en la autoridad y poder superando esas divisiones que desde su origen se venían percibiendo. Y ahora movimientos separatistas que usurpan el concepto de nación tornan la situación más peligrosa. Europa definida ya en el siglo VIII como herencia y suma de las cinco naciones (diócesis) supervivientes del Imperio romano puede convertirse en simple mercado sin tener en cuenta lo que significa la persona humana. Europeo es un modo de ser que se asienta sobre tres pilares el helenismo, el cristianismo y el judaísmo coincidentes precisamente en reconocer al ser humano como persona y no como simple individuo al que se pueda manejar.

Decimos que la Historia no se repite. Esto es cierto si nos referimos tan solo a la exterioridad de los acontecimientos, pero hallamos significativas coincidencias cuando entramos en lo profundo «del tiempo». José Ortega y Gasset desde España y karol wojtyla (S. Juan Pablo II) desde Polonia coincidieron en descubrir que los efectos del individualismo coinciden en una rebelión de masas que lleva al hombre a convertirse en simple instrumento de quienes lo manejan. Y así los valores morales son destruidos y se entra en un mundo que se inclina peligrosamente por los senderos del odio. Algo que ahora vemos con nitidez en Cataluña en donde todo gira en torno a cuál de las dos identidades debemos odiar. Algo que el Imperio romano ya experimentó. No sucumbió a la invasión de los bárbaros, sino que se destruyó a sí mismo.

Saulo de Tarso en los años 50 de la Era Común lo vio con claridad tratando de prevenir a los romanos con lo que se preparaba a convivir en las orillas del Tíber: «Cambiaron la verdad de Dios por la mentira y dando culto a la criatura y no al Creador» (De ese modo se llegaba a extremos que él, ciudadano: fariseo y apóstol no podía dejar de denunciar). «Los entregó a su mente insensata para que hicieran lo que no conviene y llenos de toda clase de injusticia, maldad, codicia, malignidad; henchidos de envidia, de homicidios, discordias, fraudes, perversiones, difamadores, calumniadores, enemigos de Dios, ultrajadores, altaneros, fanfarrones, ingeniosos para el mal, rebeldes a sus padres, insensatos, desleales, crueles y despiadados» (Rom. I, 28 sgts). Si leemos con cuidado la prensa podríamos creer que se esta refiriendo precisamente a nuestro tiempo. Hay otras dos coincidencias que al margen de estas deben tenerse en cuenta para comprender el derrumbe del Imperio de los Césares. El Ejército había dejado de ser una de las dimensiones de la ciudadanía convirtiéndose en suma de profesionales en que entraban cada vez mis reclutas bárbaros y la demografía señalaba una caída como consecuencia de la destrucción del matrimonio tradicional abriendo paso a un mero connubium.

Había y sigue habiendo una advertencia en las enseñanzas paulinas que hoy necesitan tenerse en cuenta. Aunque personalmente sufriría los efectos de la persecución siendo degollado y no crucificado al tratarse de un ciudadano en ningún momento recomendó a sus discípulos un recurso a la desobediencia de las leyes vigentes ya que la libertad, en su ejercicio, consiste en el cumplimiento del deber. Algo que debe ser recomendado en nuestros días: mejorar esas leyes modificándolas es una aspiración legítima pero incumplirlas como recomiendan los sectores políticos inclinados a la violencia solo puede conducir a la pérdida de libertad. La mía depende de que los prójimos de cualquier índole cumplan con sus obligaciones. Si Nerón hubiera hecho lo que guiado por sus maestros prometió en el discurso de toma de posesión del año 54, su memoria ofrecería perfiles bien diferentes. La autoridad es un bien cuando guía la conducta, pero el poder puede convertirse en un mal si se apodera de ella.

Ha llegado el momento preciso de tomar decisiones que completen y hagan eficaces las decisiones que se tomaron en 1947 de las que tan orgullosos y satisfechos nos sentimos. Europa no es un simple territorio para la convivencia de Estados que a sí mismos se siguen considerando absolutos aunque no lo digan. Es una cultura y ha llegado a obtener tales dimensiones que ha sido aceptada incluso en formas externas por todos los lugares del planeta. Pero necesita establecer una nueva dimensión de unidad evitando errores. Los que de un modo u otro discrepan de este vital compromiso tienden a justificarse apelando al término nacionalismo como si pretendieran hacer superlativa la condición de la naturaleza. Para ello es imprescindible contar con los valores cristianos que lograran hacer la síntesis de aquel gran patrimonio que se consolidara en el ecumene romano.

Para las generaciones que inician el tercer milenio es esta una tarea esencial. Los Estados que en ella se construyeran tomaron para sí el nombre de monarquías garantizando el paralelismo entre autoridad que es en sí misma un bien –acaba de demostrarlo Felipe VI– y poder que no pasa de ser recurso necesario o medicina para curar enfermedades de la sociedad. Los políticos deben recordar que su tarea consiste en servir a los ciudadanos y no en servirse de ellos.