Libertad de expresión
Parresía o libertad de palabra
En estos días se habla mucho en nuestro país de la libertad de expresión y de sus límites, uno de los debates más antiguos que implica la democracia. La libertad de palabra (parrhesia), en un principio, se relacionaba con una idea religiosa procedente de la noción de edad de oro, como se ve en las festividades de la antigüedad. Había momentos en fiestas como las Antesterias atenienses en las que el orden establecido se subvertía durante algunos días. Eran intervalos de caos necesarios para asegurar los fundamentos del orden y en el marco de las utopías religiosas del paganismo la libertad de expresión era típica de estas ocasiones. Muy relacionada con los misterios estaba la posibilidad de proferir invectivas con referencias hirientes para personajes de la sociedad. Esta «parresía» estaba patrocinada por ciertas divinidades que retrotraían a la comunidad a un estadio prepolítico en el que todos éramos iguales y no existían las diferencias o convenciones sociales. Como restos de esa edad, los cultos mistéricos patrocinados por Deméter incluían ciertos matices de esa parresía utópica, con poemas jocosos y obscenos que zaherían a los participantes más ilustres en los misterios de Eleusis, en los que se podían iniciar libres y esclavos, hombres y mujeres, griegos y bárbaros, ricos y pobres. Igualmente ocurría con el teatro burlón que patrocinaba Dioniso, derivado de sus orígenes mistéricos, que se complacía en ridiculizar a los grandes personajes de la escena política. La Comedia Antigua era fundamentalmente crítica de costumbres y sátira política y no escatimaba brutales invectivas contra los poderosos, que debían permitirlas sin cortapisas. Es más, como es sabido, el teatro antiguo funcionaba gracias a las «liturgias», una especie de impuesto cultural que satisfacían los más ricos. Por ello el orden social debía tolerar estos paréntesis en el orden establecido, amparados por la libertad creativa de las artes, que en un principio fue prerrogativa religiosa.
En otro orden estaba la parresía en el espacio público, que sí estaba sometida a una cierta regulación. Esta franqueza de palabra fue practicada como ningún otro por el gran Sócrates, cuya ironía era proverbial, y que se caracterizó sobremanera por poner en aprietos con sus preguntas a los que pasaban por el ágora. Ni que decir tiene que estas libertades sólo fueron posibles en contextos democráticos como el de Atenas, y aún ahí tuvieron ciertos problemas, como huelga recordar en el caso de la condena de Sócrates. Había diversos tipos de censura y control, como estudió el imprescindible libro Censura en el mundo antiguo (1961) del profesor Luis Gil. Convertida en técnica retórica, la parresía sería heredada por filósofos posteriores, de época helenística, como los cínicos o los epicúreos. Los primeros llevaron la parresía a un extremo que iba más allá de la libertad de palabra para convertirse directamente en desvergüenza (anaideia), que era la consigna de esta «escuela del perro». Pero con la decadencia de la democracia, lejos de las libertades políticas, la parresía quedó fosilizada en la filosofía especulativa o en la retórica. Después de la edad clásica hay que recordar que el primer cristianismo, desde los Evangelios o los Hechos, hablaba también de una parresía proporcionada por la fuerza del Espíritu Santo que permitía hablar sobre Cristo desafiando también, como en una utopía áurea de la antigüedad, cualquier convención social.
En nuestro tiempo, Michel Foucault rescató para el pensamiento y la sociedad contemporáneos el concepto antiguo de parresía como la actividad del hablante que, en el marco democrático, reconoce que tiene un deber respecto de la verdad para mejorar la comunidad, más allá de ninguna otra consideración, y elige libremente la franqueza y la libertad de palabra en vez de la persuasión, la falsedad o el silencio. La libertad de expresión, así pues, nació como libertad de palabra asociada al culto antiguo de los misterios y posteriormente fue protegida y consagrada como libertad de creación y arte en el marco democrático. Ese paréntesis de transgresión social también se combinaba con la existencia de ámbitos de debate público con libertad de expresión, como ocurría en la Asamblea o en el ágora, y en los círculos académicos e intelectuales de la antigua Atenas. Si la libertad de palabra ahí estaba limitada por el respeto debido a las instituciones y a las personas, en cambio, en la escena del teatro, epítome de la creatividad en el marco social, no había ningún tipo de cortapisas, y podía ser notablemente cruda. Buen ejemplo de ello es la ridiculización del político Cleón o del filósofo Sócrates en las comedias de Aristófanes. Naturalmente, fuera del teatro, es decir, en el espacio público de la polis, la libertad de palabra estaba regulada por el honor individual y colectivo. Pero no había una parresía buena y otra mala según ideología, como parece haberla en nuestro país. No podemos sólo prohibir lo que nos ofende a nosotros o a nuestro grupo y tolerar lo que ofende a los otros. Tal vez sería necesario un pacto entre conservadores, liberales y progresistas para respetar cualquier tipo de opinión expresada libremente en el ámbito de la creación artística y literaria, que, como en el caso de la antigua Grecia, supone un paréntesis total de creatividad y utopía. Igualmente, para la opinión expresada libremente en la esfera pública, debería poderse hacer respetando y conservando las convenciones precisas. Hay reglas que deben primar en el espacio público no artístico, sino convivencial, donde no tienen cabida las ofensas gratuitas y desvinculadas de la legítima crítica o discrepancia en el debate cívico, hacia personas, instituciones, sentimientos de pertenencia a colectivos o sentimientos religiosos. En ello, como en tantas cosas, podemos aprender de la experiencia griega.
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