Antonio Cañizares
Pascua de Resurreción
Es verdad!: el sepulcro donde ha sido depositado el cuerpo muerto de Jesús está vacío y lo estará para siempre. «No os asustéis; dice aquel joven a María Magdalena, María la de Santiago y Salomé, ¿buscáis a Jesús el Nazareno, el Crucificado? No está aquí. Ha resucitado. Mirad el sitio donde le pusieron». Exultemos todos de gozo y cantemos con toda la Iglesia el triunfo de Cristo, la victoria de Dios, la salvación de los hombres: han sido rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende victorioso del abismo. «Pascua sagrada, ¡Victoria de la cruz! La muerte derrotada ha perdido su aguijón!». Su aguijón era el pecado y el pecado había sido borrado por la muerte de Cristo. «¿De qué nos serviría haber nacido si no hubiésemos sido rescatados?¡Feliz culpa que mereció tal Redentor!». ¡Se desborda el amor de Dios sobre la humanidad entera en su Hijo Jesucristo! Un gran aleluya, un inmenso gozo inunda la Iglesia y el mundo entero. Esta es nuestra sobrehumana certeza, la fausta noticia, el anuncio feliz que atraviesa y renueva la historia del mundo. Sabemos que ¡Cristo ha resucitado! ¡Sí! ¡nuestro Señor Jesucristo ha resucitado de la muerte y ha inaugurado una nueva vida para sí y para la humanidad entera! El testimonio apostólico, desde el Evangelio mismo, es bien claro y patente Jesús, el Crucificado y Sepultado por orden de las autoridades romanas de Jerusalén, volvió a la vida en toda la integridad de su condición humana al tercer día después de muerto. Volvió a una vida real, verdadera, con una dimensión histórica indudable. Es más, volvió con alma y cuerpo a una vida mucho más real y verdadera que la sometida a las condiciones de la existencia humana en este mundo, a las circunstancias de lugar y tiempo. Volvió sencillamente a la vida –la de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo–. Retornó al Padre; pero llevando consigo su humanidad, que es la nuestra. Lo sabemos con una fe cierta, objetiva verdadera: el hombre está llamado irrevocablemente no sólo a vencer en su cuerpo la corrupción del sepulcro en el día final, sino ya, desde ahora mismo, a vencer la muerte eterna por la participación en la vida íntima de Dios! Es, en definitiva, porque Cristo Resucitado ha abierto de par en par las puertas del Cielo al hombre, por lo que éste se encuentra ya en raíz capacitado para vencer la muerte temporal.
Al hombre marcado por la cultura dominante le molestan estas afirmaciones tajantes, hechas sin vacilación alguna. Le gustaría que en público no sonase la voz que anuncia, alegre y esperanzada, la resurrección, y la vida, y el amor inmortales. Quisiera expulsar de la vida pública todo lo que no sea lucha por el poder, o negocios y erotismo, y dejar en lo íntimo de la conciencia y para unos grupos marginales las razones últimas para vivir y esperar. Los cristianos seguimos afirmando nuestra esperanza en Cristo resucitado, porque es verdad ¡ha resucitado! Esta es nuestra certeza y de ella damos testimonio. Lo hacemos sin jactancia, porque tanto la resurrección como la esperanza son pura gracia del amor de Dios. Quisiéramos que todos participaran de nuestra esperanza. Con qué alegría y con qué gratitud la Iglesia entera y nosotros, hijos humildes, dentro de ella reconocemos que hemos sido salvados. «¡Qué asombroso beneficio del amor de Dios por nosotros! ¡Qué incomparable ternura y caridad la suya!». Toda la historia, la salvación de los hombres ha estado conducida por un prodigio único: Dios ha amado, Dios ama a los hombres, Dios quiere que el hombre no perezca ni sucumba bajo la muerte. Es la maravilla de la misericordia de Dios, de Dios cuya bondad es infinita y cuya benevolencia no tiene término ni fin. La misericordia de Dios ha arrancado al hombre de su honda miseria. Con un amor indecible Dios ha querido salvar a la humanidad. Dios sin límite alguno se ha volcado sobre el hombre «para rescatar al esclavo, ha entregado al Hijo», y el pecado del hombre ha sido borrado y vencido por la muerte y la resurrección de su Hijo. Esta es la gran esperanza para la humanidad toda. ¡No tengáis miedo! Porque Cristo ha resucitado, la causa del hombre no sólo no se ha perdido, sino que ha hallado su verdadero sentido, su auténtico progreso, su real cumplimiento. A partir de lo que celebramos presente en esta noche santa, en la que alborea la Luz de las gentes, la esperanza del hombre recobra su más firme y seguro fundamento: Es la roca firme de la realidad histórica y del acontecimiento de Cristo resucitado. No es un sueño, no es una utopía, no es un mito. Es el realismo evangélico. Y sobre este realismo, los creyentes fundamos nuestra concepción de la vida, de la historia, de la civilización, de la sociedad, de la ciudad terrena, a la que nuestra esperanza trasciende al tiempo que empuja y alienta sus valientes y admirables conquistas. ¡Feliz Pascua de resurrección!
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