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Portugal

La Razón
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Todo parece querer dividirse alrededor nuestro. Algunos en nuestra nación sueñan que por separado les va a ir mejor. En Europa tampoco las cosas están mucho mejor. El Reino Unido amaga con salirse de la Unión Europea, aunque si cumple su amenaza a lo mejor le cuesta Escocia dejando pues de estar tan unido. El equilibrio entre alemanes y franceses –piedra angular de la UE– es cada día más precario con una Alemania que está convirtiendo rápidamente su poder económico hegemónico en político y quizás en un futuro –Dios no lo quiera– en militar. Y del resto, qué les voy a contar, entre la crisis de los refugiados y la financiera que enfrenta a los del norte contra los del sur.

En EE UU crece un sentimiento de retraimiento y cansancio para liderar un mundo globalizado cuyas reglas ellos han creado y del que son los principales beneficiarios. Uno de los dos candidatos a la presidencia de EE UU es –más allá de su pintoresquismo– muestra viva de esta tendencia a dividir Occidente y replegarse sobre sí mismo.

Quizás en medio de tanta división –del cada uno a lo suyo, del sálvese quien pueda– los pueblos ibéricos pudiéramos intentar ahora algo diferente, algo importante que enmiende la tragedia que ha sido el estar de espaldas a lo largo de la Historia. Pero no esperen encontrar en estas pobres líneas mías propuestas concretas; hoy solo toca hablar de sentimientos, empezando por los personales.

Una carrera profesional no da para todo. La mía como marino de guerra no alcanzó destinos que me permitieran impulsar un mayor acercamiento hacia la Marina portuguesa –más pequeña que la nuestra– pero eficaz y depositaria de una tradición admirable. A veces pienso que los marinos portugueses nos contemplan a nosotros sólo como la Marina de Castilla: una Armada que navegó y combatió por el Atlántico abriendo nuevos mundos a la Europa del Renacimiento. Puede que no sean tan conscientes de que los marinos españoles somos también herederos de la Marina de Aragón –de la de Roger de Lauria–, que dominó intermitentemente el Mediterráneo y que luego en Lepanto impidió que la historia de Europa se escribiese en turco.

El caso es que si nuestra Armada se abriese a la portuguesa –con generosidad–, les podría ofrecer oportunidades que ellos no tienen. Por ejemplo, participar en la aviación embarcada y en nuestra capacidad anfibia y –además– tener dotaciones mixtas en nuestros buques. Compartir sin pedir nada a cambio, sólo por una finalidad superior: la de contribuir al acercamiento de los dos pueblos ibéricos. La Marina portuguesa tiene una relación antigua con la Royal Navy, nacida de la ancestral necesidad estratégica británica de contar con bases en la Península ibérica. Esta relación ha sido llevada con mucha altivez por los marinos británicos y no tendrá un gran futuro si se alejan aún más de una Europa unida. Podría –dicha relación– ser sustituida por otra más entrañable. Ya se imaginan con quién.

Estoy seguro de que me perdonarán el haber empleado ejemplos personales para tratar de expresar una propuesta a un nivel más general. Si Portugal y España juntaran sus fuerzas de alguna manera que no alcanzo ahora a definir –pero que fuese significativa–, podría ser un ejemplo para toda esa Europa que no encuentra estímulos más que para dividirse. Podría tener un cierto peso que ayudase a compensar la influencia alemana y a encontrar una síntesis entre austeridad y desarrollo que salve la UE.

En España hay quizás demasiadas banderas. En mi corazón sólo hay sitio para una: la roja y gualda. Veo a veces otra, con una franja morada, que algunos sacan de vez en cuando, más para provocar y dividir que para recordar aquella República –experimento fallido– que todavía huele un poco a convento quemado. De las autonómicas, qué les voy a decir, unas me suenan a inventadas y otras, a tergiversadas. No me emocionan mucho; tampoco de momento la de la UE, que parece más bien la de un laboratorio experimental. La que respeto –tanto como la mía– es la portuguesa. Para esa sí que podría haber un hueco en mis afectos.

Portugal y España han recorrido los senderos de la historia separados y así nos ha ido de mal a ambos. Las dos naciones demostramos hace cinco siglos a Europa cómo era el mundo. Nosotros navegando hacia Occidente y ellos, hacia África y el Índico, hasta encontrarnos. Pocos éramos los peninsulares para semejantes hazañas y al cabo de algunos siglos nos agotamos, no pudimos mantener nuestros imperios. Especialmente porque el orgullo de unos y la indiferencia de los otros no hicieron posible continuar con aquella unión entre iguales brevemente ensayada con Felipe II.

Ahora que compartimos un proyecto de Unión Europea con una moneda única (en peligro), la seguridad con la OTAN (en peligro también), unas fronteras simbólicas y los ríos de siempre, sería el momento de probar algo nuevo: el avanzar juntos por la historia, tener iniciativas comunes. Soy consciente del mal momento económico y político que está atravesando Portugal. Tampoco nosotros estamos sobrados de liderazgos ilusionantes. Por eso no estoy sugiriendo nada específico ni inmediato. Tan sólo recuperar la vista larga que un día hizo grandes a los pueblos ibéricos. Acercarnos más, no ignorarnos. Tratar de volver a dar ejemplo en Occidente.