Unión Europea

Salir de un sueño

Sólo el amor salva, mientras que el odio destruye. Y en estas horas supremas, al «salir» del camino, los riesgos se hacen verdaderamente terribles. Que nadie se engañe: «Leviathan» es un monstruo y de la peor especie

La Razón
La RazónLa Razón

Es un término latino ese de «exire» que los británicos han asumido, demostrando así que las mayorías pueden tener sus razones, aunque no coincida con la razón absoluta, poniendo fin a un sueño que definiera Winston S. Churchill en años especialmente difíciles en que los ríos parecían sumirse en sangre de todos los orígenes: unir Europa poniendo fin a los agotadores siglos de guerras continuadas. Tomando para sí esa idea, los tres padres de la nueva europeidad, De Gasperi, Adenauer y Schumann, descubrieron, como no podía ser de otra manera, que las raíces valiosas y profundas a que era necesario acudir estaban en los cimientos de la cristiandad, que recuerda que el ser humano es persona y no sólo individuo. Algo que los políticos siguen empeñados en olvidar insistiendo una y otra vez en que se trata únicamente de un voto incluido en una simple cifra que lo decide todo. La Iglesia, que se había adelantado en la denuncia de los totalitarismos, sí lo entendió y bien: el Concilio Vaticano II borró incluso las equivocaciones que muchos de sus miembros cometieran y volvió a poner sobre la mesa las palabras finales de Cristo: amaos los unos a los otros. Algo que repite precisamente en este año que califica de misericordia. El odio está retornando y es él precisamente, con el temor a posibles enemigos infiltrados el que ha guiado las manos hacia esa nueva forma de exilio.

Renacen los totalitarismos con nombre nuevo de populismo. Dar a las masas toda la razón. Me da la impresión de que ninguna atención se presta a las advertencias que en este sentido hiciera uno de nuestros mejores humanistas, Ortega y Gasset, maestro indudable para los jóvenes de entonces que tratábamos de escapar de los lazos tendidos por el odio. Y ahora Inglaterra se va. ¿Hacia dónde? Ella misma no lo sabe. Los medievalistas podemos indicar con precisión que la más antigua mención del nombre de Europa aparece en san Beda el Venerable, uno de los grandes autores británicos del siglo VII. Curiosamente, medio siglo más tarde un desconocido monje mozárabe que vivía en las afueras de Córdoba, al tener la noticia de la victoria de Poitiers –¡estamos salvados!– llamó a los soldados de Carlos Martell «europenses». Europa era eso: restablecimiento de la romanidad pero fundiendo en ella latinos y germanos. Como se intentara hacer en 1947.

Los fundadores de la Unión Europea soñaban con el restablecimiento de aquella entidad que albergaba cinco naciones (Alemania, Francia, Italia, Hispania e Inglaterra) que no significaban modelos políticos, sino formas culturales dentro de un vasto patrimonio común. Pero en esto fallaron. Los políticos no querían renunciar a esa identidad. Así lo explicó De Gaulle: Francia no podía dejar de ser netamente francesa. Y entonces nació un mercado. Economía refundada. Tal vez lo hubiéramos entendido mejor si en lugar de inventar el «euro» hubiésemos restablecido como en el siglo XVI el ducado, cuyo valor venía de la cantidad de metal precioso y no de las elucubraciones de un simple mercado financiero. He ahí una de la razones británicas al conservar la libra, aunque también reducida a un trozo de papel. Ahora Reino Unido, en peligro evidente de desunión, puede atribuirse la victoria. Ni siquiera ha tenido que renunciar a su propio dinero.

Experiencia de siglos nos puede llevar muy lejos. La primera Europa llegó a la vida aquella Navidad del 800 en que Carlomagno fue consagrado emperador «de Europa». Todos los reinos occidentales que hablan iniciado su recuperación dentro de la herencia de la romanidad formaban, directa o indirectamente, parte del mundo latino. Así lo reconocemos aún: a Francisco I le llena de satisfacción haber recibido la condecoración de Carlomagno. Pero los valores que el cristianismo aportara: persona dotada de derechos naturales y no meros acuerdos, capacidad racional para el conocimiento especulativo y libre albedrío, han sido derrumbados y yacen en el suelo del escándalo. El político no se siente impulsado de deberes sino propietario de derechos. Y son éstos, ejercidos dentro de ese esquema del dinero, los que conducen a las penumbras que los bancos de determinados países custodian sistemáticamente. «Corrupción» es la palabra. La técnica domina de modo absoluto y las humanidades han sido enviadas al rincón de los trastos viejos.

Escribo estas líneas antes de conocer los resultados de esa anómala votación española. Pero es indudable que nuestro país agrava las circunstancias creadas: la mayoría tiene que doblegarse al absolutismo: no importa de dónde procedan los números siempre y cuando la suma final supere a los demás. No es un programa de gobierno como reclamaban las viejas Cortes españolas lo que debe tenerse en cuenta, sino el poder que permite arrojar por la borda aquel rival que estorba. La unión tampoco se considera positiva sino negativa. Y Europa. La vieja Europa está ahora en el borde del abismo al que puede ser arrojada.

El peor de los dramas comenzó cuando en 1648 se firmó el tratado de Westfalia. Hobbes lo entendió muy bien al escribir el Leviatán. Nacía un monstruo el estado que se haría absoluto, despótico, autoritario y totalitario sucesivamente. La dirección de Europa debía corresponder al Estado que lograra la victoria. Y uno tras otro tomaron en sus manos el garrote recurriendo a la guerra: cada una más sangrienta que la anterior hasta llegar a los horrores de 1945 que los entonces jóvenes pudimos contemplar de una u otra forma. Y entonces nació la esperanza.

Es muy importante que los políticos piensen e intenten enderezar el camino. Nada tan peligroso como el abandono de los valores morales para retornar a esa «democracia popular» como la definía Stalin. Hay que devolver a la persona humana su libre capacidad. Ahí está el desafío de los nuevos tiempos. Sólo el amor salva, mientras que el odio destruye. Y en estas horas supremas al «salir» del camino los riesgos se hacen verdaderamente terribles. Que nadie se engañe: «Leviathan» es un monstruo y de la peor especie.