Joaquín Marco
Son como niños
En contadas ocasiones pudimos comprobar, como el pasado sábado y en directo, el escaso nivel de unos políticos que elegimos –o eligieron–, aunque pagamos a escote, su escasa madurez y su maquiavelismo de medio pelo. Por lo que vimos y hemos ido conociendo más tarde el local madrileño de la calle Ferraz se convirtió en un alborotado patio de colegio, donde reinó el caos ante la ausencia de una cuestionada autoridad. El espectáculo fue, como lo calificaron sus protagonistas, bochornoso, aunque pocos parecían conscientes de que lo que allí se dirimía eran varios asuntos a la vez, algunos de mucho calado y que afectan, de una u otra forma, no sólo a la militancia o a los votantes del PSOE, sino a la vida cotidiana de un país al que sólo le faltaba este desgarro en el segundo partido hoy más votado de España. No basta ya con que Ximo Puig, que goza de todas mis simpatías como ex alcalde de Morella, pida disculpas públicamente por lo sucedido. Él no estuvo allí, pero fue uno de los dimisionarios, dinamiteros que confiaban en lograr –y a fe que lo consiguieron– la dimisión de Pedro Sánchez que, sin duda, habrían logrado sin servirse de caminos tan tortuosos. Parecía el resultado de una improvisada conspiración organizada –como aseguró el ex ministro Josep Borrell– por un cabo chusquero (con todos mis respetos hacia tan noble oficio). Lo que conscientemente provocó el sector crítico durante largas horas fue un previsible alboroto que poco tenía que ver con los resultados electorales de Galicia y Euskadi, ni con la gobernabilidad del país.
No soy politólogo, ni siquiera entiendo muy bien qué significado encierra un término que hoy parece estar tan de moda en los medios. Tal vez esta nueva profesión derive de la creación de Facultades de Ciencias Políticas, porque a cualquier cosa ahora se la denomina ciencia. Pedro Sánchez sigue siendo parlamentario del PSOE –no sin una posterior batalla de asientos del Congreso– y, según declaró al presidente de Cantabria, nuevamente candidato a la Secretaría General. No le cabrá ya defender su no es no, porque se supone y desea que Mariano Rajoy, el presidente que más tiempo ha estado en cómodas funciones, habrá, por fin, formado un gobierno más o menos estable y Ciudadanos vigilará, como Sherlock Homes, a cuantos corruptos descubra a su paso. Felipe González, aquel jarrón sevillano antes que chino, manifestaba su tristeza desde Santiago de Chile, porque tenía la impresión de que un niñato como Sánchez le habría engañado y en lugar de abstenerse frente a Rajoy en la anterior sesión de investidura habría mantenido su ristra de noes. Era el pistoletazo que abría en canal a un partido cuajado de descontentos y apabullantes unanimidades en los medios. No es que Pedro Sánchez fuera acuchillado por la espalda, como Julio César. Shakespeare dramatizó el trascendental episodio romano y pasó al cine en una memorable cinta de Joseph L. Mankievicz, de 1953, en la que un aristocrático Louis Calhern interpretaba el papel de un maduro César. Allí triunfó Marlon Brando, porque aquello era cine todavía sin superhéroes, construido con buena literatura. Sánchez ni pudo clamar: «¿Tú también, Bruto?». Su derrota no era una tragedia, no pasó de vaudeville o comedia de enredo. Para muchos militantes o simpatizantes del PSOE, sin embargo, significaba «un dolorido sentir», en poética expresión garcilasista.
Un sobrio y crítico Javier Fernández, presidente de Asturias, preside (entre presidentes anda el juego) el organismo que ha de mantener el orden en la díscola organización que se mentaliza para explicar que no quiere decir quizá y hasta tal vez sí, mal que le pese al PSC. Ni siquiera la tejedora de sueños, Susana Díaz, dispuesta a remendar lo descosido, o Eduardo Madina, que ya fuera secretario general del grupo parlamentario socialista entre 2009 y 2014 y perdió su opción en las primarias cuando se enfrentó a Sánchez, parecen ser las figuras clave de estos nuevos tiempos, aunque mande tanto la sultana. La seudodirección de Ferraz no acaba de asimilar que los tiempos han cambiado y que vivimos en el siglo XXI con mermadas esperanzas y nuevos problemas de todo signo. Lo pudo comprobar el ingenuo Pedro Sánchez en carne propia, con la innegable alegría de un respetuoso, en las formas, PP y un mucho menos respetuoso Pablo Iglesias, como siempre, que no logró el sorpaso que le prometían las encuestas en las últimas –de momento– elecciones generales. Se perdieron las formas, sustanciales en política, porque mucho antes se habían perdido los valores. Los niños manifiestan con ingenuidad sus ansias liberadoras. Al fin y al cabo la educación, por muy siglo XXI que sea, no deja de ser una forma de represión. Educación equivale también a civilización. Actúan algunos líderes del PSOE como si su territorio o baronía fuera propiedad privada y no quieren o pueden entender la diversidad, pluralidad o multinacionalidad –según se prefiera– de una España que, por desgracia, se mueve, además, a diversas velocidades. No somos ya aquel país rural de antaño. El juego de estos chavales ha destruido, quién sabe por cuánto tiempo, una organización política que con altibajos logró superar siglo y medio de historia. Se reunirá el Comité Federal y, más tarde que pronto, votarán sus militantes y hasta los simpatizantes, pero el veredicto se espera duro: una página triste de aquella España que eligió tan a menudo el peor camino.
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