Luis Alejandre
Sonrisas y lágrimas
N o. No pretendo entrar en el mundo del cine comentando la bella película sobre los Trapp que llevaba este título. Sí tocaré algo sobre el teatro del mundo.
Me llevan a reflexionar sobre estas dos expresiones –sonreir y llorar– unas recientes y conocidas fotografías. En unas, un resplandeciente líder de Corea del Norte, Kim Jong , boca abierta, amplia sonrisa, se felicita por el lanzamiento de una bomba de hidrógeno realizado como prueba o como «farol» por su Ejército. Como es frecuente, a su lado otros sonrientes militares aplauden su presencia e imagino sus comentarios. ¡Yo no he visto otras fuerzas armadas que adoren de esa forma a su mando supremo!. En otras imágenes, otro grupo de oficiales con agua hasta las rodillas –imagino que en esta época los ríos de Corea del Norte bajan frescos– también aplauden serviles y sonrientes a su jefe.
La segunda foto es la del presidente Obama diluyendo con sus dedos unas «furtivas lágrimas» sobre sus mejillas. Recuerda con dolor el atentado que costó la vida a veinte niños. Me preocupan las críticas que ha recibido el hombre mas poderoso del mundo por este hecho. Incluso un comunicador tan ponderado como Carlos Herrera, matizaba con aire crítico: «A la política se llega llorado». Es decir no caben en un político ciertas debilidades. Salvo que el buen periodista –español por los cuatro costados, látigo de ETA– percibiese algo de teatro en Obama, siento no coincidir con él. Bajo la piel de todo político hay un ser humano con sentimientos, emociones y debilidades. Y este ser humano tiene derecho a ser débil en unos momentos cuando se trata de afectos, decepciones, dolores, pérdidas.
Confieso que he llorado y no por esto me considero débil. Me forjaron en mi niñez en una familia y en un colegio La Salle de provincias , con carencias, donde difícilmente se amortiguaba la tramontana que cariñosamente abraza Menorca, con periódicos enrollados en las ventanas; luego supe lo que era el rigor de una Academia Militar y que el «moncayo» era un viento más frío y mas penetrante que el de mi tierra. Más tarde conviví, aún formándome, con las frías y húmedas madrugadas del Tajo y los tórridos mediodías de la seca Meseta. Tampoco me lo pusieron fácil mis primeros destinos en las unidades paracaidistas de los años sesenta. Y así podría seguir hablando de un modelo de carrera, semejante al seguido por miles de personas curtidas en la dureza de la vida militar. Pues, también he visto llorar a muchos de ellos y no por esto los considero débiles. No entramos en la carrera de las armas «ya llorados». Entramos seres de carne y hueso con todas las fortalezas y debilidades del ser humano.
Por supuesto también hay escenificaciones, falsedades. Basta ver un partido de nuestros idolatrados jugadores de fútbol, para comprobar las dotes escénicas de muchos de ellos. Más de un árbitro debe contenerse para no ratificar con dos patadas en el culo a quien se retuerce sobre la hierba, eso sí con ánimo suficiente para inducir con índice y pulgar la tarjeta a endosar al jugador contrario.
Vuelvo a las sonrisas, la expresión recomendada por los actuales asesores de imagen, muy especialmente por los de nuestra clase política. «Pase lo que pase, sonría». «Ya pueden insultar a su madre, ya puede perder un millón de votos: ¡sonría!». «Dé la sensación de que ha ganado, aunque sepa que miente». Siempre tengo mis dudas sobre si en unas elecciones hay verdaderos perdedores. Y si perjuran a sabiendas –«guardar y hacer guardar la Constitución»–; si olvidan promesas electorales; si oyen como silban a su lado insultando a unas instituciones que son de todos, siguen sonriendo. ¡Ni las hienas son tan falsas!
Vivimos tiempos en que la autenticidad sería mas necesaria que nunca. No valen las sonrisas prefabricadas, huecas, diseñadas por supuestos especialistas de imagen, fabricantes de fariseos mediáticos.
Me vienen a la memoria dos imágenes que hablan de autenticidad, de señorío, de responsabilidad.
La primera es la de Ambrosio Spínola y Justino de Nassau plasmada por Velázquez a las puertas de una rendida ciudad de Breda. Los generales se saludan. Casi no se distingue al vencedor del vencido, salvo que es el primero el que tiende la mano. Por supuesto, ni una sonrisa.
La segunda se tomó en la cubierta del acorazado norteamericano «Missouri» finalizada la Guerra Mundial en el teatro japonés. Dignidad en el vencido –Hiro Hito– dignidad en el vencedor, el general Mc Arthur. Lógicamente no sonríen los vencidos. Pero es que tampoco lo hacen los vencedores. Aparece la dignidad, la autenticidad.
Si ocurriesen hoy estos hechos, veríamos a unos personajes sonrientes, falsos, producto de unos truhanes de la imagen, de fabricantes de un mundo sin autenticidad.
En tiempos que en muchos aspectos son para llorar, me quedo precisamente con los que lloran.
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