Joaquín Marco
Un maestro
Los maestros, a diferencia de los beneméritos profesores que ilustran y nos acompañan en el aprendizaje, permanecen. No son muchos, aunque perduran hasta el fin de nuestra vida
¿Qué es un maestro? Alguien que tal vez sin darnos cuenta acabará influyendo en las oscuras galerías de nuestra vida. He tenido la fortuna de disfrutar conscientemente de algunos que alcanzaron por sus méritos y publicaciones la notoriedad. Pero también durante la infancia los hay que conforman nuestra personalidad y que, sin duda, no disfrutaron de reconocimiento. En el colegio de los escolapios, donde cursé el abigarrado Bachillerato de entonces, tropecé por fortuna con uno de ellos cuando cursaba tercer curso. Mis compañeros y yo contábamos unos trece años cuando apareció un profesor seglar que no sólo llegó a conectar con unos pocos, sino que al finalizar el curso, los más de treinta alumnos que lo conformábamos, lo despedimos con un sentido llanto colectivo. Se llamaba Julio Rebollo Montes, aunque siempre prefirió que le llamáramos Sr. Montes. Sabíamos que había nacido en Valladolid y hoy puedo saber su fecha de nacimiento, 1923, y hasta la de su fallecimiento, 2001 en la misma ciudad donde nació. Cuando le tratamos era un hombre joven, aunque con honda experiencia vital que le convirtió en un ser delicado, comprensivo y cariñoso. No dejaba de contarnos, de vez en cuando, alguna de sus experiencias y nos inclinó al estudio y a una cierta comprensión de lo que es la existencia al margen de las presiones religiosas que soportábamos. Nunca llegué a saber si era católico practicante. El colegio, sin embargo, obligaba a la misa diaria, al rosario de tarde y hasta al mes de María con obligadas flores, que debíamos aportar. La comunión de los primeros viernes de cada mes era voluntaria. Habría mucho que decir sobre la calidad docente de aquel centro. Pero Julio R. Montes, la excepción, nos ganó no sólo a la causa del estudio, sino que a algunos nos inclinó al delicioso vicio de la lectura. A los veinte años, siendo todavía un estudiante de Letras en la universidad vallisoletana, se inscribió, tras el adoctrinamiento falangista de la época, en la División Azul y allí, como soldado, fue integrado en la 15ª Compañía del 262 Regimiento de Granaderos, desplazado a Novgorod y al desdichado asedio invernal de Leningrado.
No recuerdo otra cosa que alabanzas del pueblo ruso, entonces comunista, contra el que, sin embargo, luchó. Regresó sin pizca de rencor, convertido en un liberal de talante. Nunca alardeó de hazañas, pese a que recibió condecoraciones y sólo lamentaba el frío que hubieron de soportar. Años más tarde, cuando yo ya contaba los diecisiete, para preparar el llamado entonces Examen de Estado, volví a reencontrarlo a título particular, junto a un reducido grupo que constituyó para prepararnos para aquel duro trance en el ámbito de las letras. Otro profesor, De la Rica, nos orientaba en el de las Ciencias. Sus reducidas clases se daban en el comedor de su casa, si no recuerdo mal, en la barcelonesa calle de Urgell. Creo que fue entonces cuando me pasó los apuntes de sus recuerdos de la guerra, ilustrados con coloreados dibujos propios. Eran clases intensas, porque el desafío del examen dejaba una ristra de caídos que difícilmente repetían con éxito. Para unos elegidos siguió siendo el maestro por excelencia. Todavía conservo la edición de «Los papeles del club Pickwick» con la que me obsequió. Quizá se consideraba ya entonces un escritor frustrado, aunque excelentísimo lector. A él le debo el descubrimiento de «Helena o la mar del verano», de Julián Ayesta. Curiosamente hace pocos meses descubrí que mi oculista, el Dr. Carceller, era hijo de uno de mis condiscípulos de entonces y él mismo, por recomendación paterna, acudió, años más tarde, a las clases particulares de Julio R. Montes: dos generaciones se unían en una curiosa admiración hacia un maestro común. Él me relató que aquel manuscrito de experiencias bélicas –supongo que reelaborado– había sido publicado bajo el título de «El búnquer» en 2006, cinco años después de su fallecimiento. Publicó, asimismo, algunas novelas: «La pérdida del tiempo», «Conversaciones en Gratting House» o «Relatos en clave de La Mayor». Nunca llegué a leerlas, perdidas entonces –y ahora– en mi laberíntica biblioteca. Pero en un momento difícil de mi juventud acudió a consolar a mis padres, recién finalizada mi etapa universitaria. No supe más de él, salvo que había regresado a Valladolid. Pero analizando aquellos años de formación no puedo dejar de recordarle como símbolo de una vocación. Nunca impuso ideas, practicó un modo de entender el mundo y de entendernos. Si no recuerdo mal se instaló en Barcelona porque su padre había sido trasladado a esta ciudad, donde ocupaba un cargo en la RENFE de entonces. Los maestros, a diferencia de los beneméritos profesores que ilustran y nos acompañan en el aprendizaje, permanecen. No son muchos aunque perduran hasta el fin de nuestra vida. Los cambios que se producen en la enseñanza/ educación no facilitan figuras que, sin duda, algunos pedagogos deben entender como de otro tiempo. A mis trece años, el aura de Julio R. Montes forjó sin duda el primer peldaño de una vocación. Es probable, incluso, que le sorprendiera este agradecido recuerdo. Pasamos horas, en compañía de algunos alumnos que apenas recuerdo, oyéndole hablar de filosofía, de arte, de literatura, de latín. Nunca mostró, que recuerde, signos de partidismo. Fue una mente abierta, aunque explotaba un cierto escepticismo que tal vez dejó impronta. Llegaron a publicarse sus libros, pero yo lo recuerdo, como algunos supervivientes, como un maestro y un ejemplo, tal vez un eslabón perdido.
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